La huella de Vértigo
Diego Moldes
Madrid, Ediciones JC, Colección Imágenes, 2004
AL PRINCIPIO FUE EL OJO
La mirada forzada, el ojo abierto a la fuerza y a la puerta del abismo; la espiral en la pupila nos atrapa y nos arrastra. La mirada forzada, en ojos de mujer (Kim Novak), rubia, quizá para dar una razón más a aquellos que observan en Hitchcock un cúmulo de obsesiones freudianas, repetidas en su obra hasta alcanzar la más razonada locura. Es el ojo de Vértigo (Alfred Hitchcock, 1958), el ojo que mira, incrédulo de terror, cómo el pasado regresa en la envolvente partitura de Bernard Herrmann.
El ojo, abierto a su pesar, es también el ojo rasgado de Buñuel y Dalí (Un perro andaluz, 1929), el ojo de Alex "videando" la exquisita ultraviolencia en La naranja mecánica (Stanley Kubrick, 1971). Por último, la mirada ciega que en Psicosis (Alfred Hitchcock, 1960) se funde y se confunde con un desagüe, por donde escapa la vida.
¿PLÁSTICO O PLÁSTICA?
¿Es atrevido escribir sobre Hitchcock? Peor aún: ¿es insolente escribir sobre Vértigo? François Truffaut, en los lejanos sesenta, comprendió que la esencia de Vértigo no era otra cosa que la perversión sexual de su protagonista. "Lo que me interesaba más eran los esfuerzos que hacía James Stewart para recrear una mujer, a partir de la imagen de una muerta"1 Y añade: "para decirlo de manera sencilla, este hombre quiere acostarse con una muerta; esto es necrofilia"2. En el fondo, no sólo pulula el mito frankensteniano, sino que reabre el debate entre lo vivo y el artificio. Una cuestión inagotable a la que Eugenio Trías dedicó un extenso análisis (aplicado al film de Hitchcock) en Lo bello y lo siniestro, tomando como referencia nociones kantianas y psicoanalíticas, y trazando al mismo tiempo singulares paralelismos con los relatos de E.T.A. Hoffmann.
¿Es insolente reabrir la caja de Pandora? La huella de Vértigo, de Diego Moldes, no se concibe como un ensayo más, al uso, donde la tinta se restringe al camino del lenguaje y los límites cinematográficos. En cierta manera, en Diego Moldes, Vértigo se plantea como el símbolo de una obra extraordinariamente plástica, un "gran reserva", clásico entre los clásicos, de añeja modernidad. Pero, sobre todo, La huella de Vértigo detiene el péndulo de la Historia y resucita el romanticismo decimonónico, dándole vida, anclando la iconografía hitchcockiana en la decadencia personal y la autodestrucción de las pasiones, fundiendo lo místico y lo asquerosamente humano. El espejo donde Hitchcock se proyecta le devuelve la imagen de Edgar Allan Poe, de Dante Alighieri, a través del filtro de los pintores prerrafaelitas y del enigma imperecedero del simbolismo. En definitiva, un reflejo de todos los que en su día consagraron el mito del artista maldito.
¿La huella de Vértigo? Sería más justo hablar de "la huella en Vértigo", las sombras que a través de Diego Moldes dan luz y aclaran el significado de un film profundo, como el abismo a los pies de Scottie, bajo la torre. Surcando este título, con atrevimiento, con valentía, el estudio de Moldes reconcilia al artesano que en su día admiró la nouvelle vague y al artista oculto tras la cortina, en un baño. Unir la Idea (con mayúsculas) y la mano que la ejecuta, en la particular mirada de Hitchcock.
1 TRUFFAUT, François. El cine según Hitchcock. Madrid, Alianza Editorial, 2001, pág. 229.
2 Ídem, pág. 230.