La historia es tan buena que devino película
Desde el triunfo de la revolución en 1959, el cine pasó a estar entre las primeras preocupaciones del nuevo gobierno. Como eco lejano de aquel llamado leniniano (propagandístico y no cinéfilo) "de todas las artes, la que más nos interesa es el cine", el ICAIC (Instituto Cubano del Arte y la Industria Cinematográfica) se crea a los tres días de la entrada de los barbudos en la Habana. Y , en tanto la isla empieza a girar más y más en la órbita de la Unión Soviética, a alguien se le ocurre una idea inevitable: invitar a un grupo de cineastas soviéticos a filmar en Cuba. Una coproducción Mosfilm - ICAIC.
En 1961 desembarcan en La Habana el director Mikhail Kalatozov, y el director de fotografía Sergei Urusevsky. Vale la pena recordar quiénes son. El primero es, a esa altura, un veterano que hace cine desde 1930 y un director consagrado, conocido en especial por Cuando vuelan las grullas ( que en 1958, se había alzado con la palma de oro en Cannes ). Urusevsky es otra figura estelar del cine soviético que ha trabajado con Vsevolod Pudovkin y que tiene, desde 1955 una relación privilegiada de tres películas con Kalatozov. Ambos son conocidos por su inexorable perfeccionismo, su paciencia a prueba de todo y su gusto por los largos, complicados y magistrales movimientos de cámara. A ellos se unen el poeta Yevgeny Yevtushenko ya residente en la isla y el cubano Enrique Pineda Barnet encargados del guión de lo que eventualmente sería "Yo soy Cuba".
La película, cuyo rodaje insume meses y meses dado el perfeccionismo de Kalatozov y Urusevsky hila cuatro historias : una en la Cuba batistiana en poder de los americanos, otra sobre la vida en el cañaveral , la rebelión de los estudiantes en La Habana y la aventura de un campesino que se une al ejército rebelde. (¿Suena conocido esto de los episodios? Recordemos el Que viva México de Eisenstein o It´s all true de Welles). En realidad la trama importa poco, porque el espectador cae, desde el primer fotograma bajo dos hechizos: el de una fotografía que parece querer devorar todo el Caribe que los soviéticos descubren en su periplo creativo y el de los prodigiosos movimientos de cámara que van englobando los hechos, con encuadres grandilocuentes, que buscan dar una dimensión épica (¿como no dársela?) a los protagonistas de una revolución entonces fresca, matinal, que contrastaba ácidamente con una URSS que apenas si salía de la pesadilla estalinista. El hecho es que la película, larga, pausada, operática es una colección prodigiosa de imágenes, apenas hilada por una voz femenina que recita, en cada vuelta de historia "Yo soy Cuba...". El espectador se pierde en la trama, que cede bajo el peso de tamaña imaginería y periplos de una cámara que repta, sube, acaricia un primer plano, se despliega hacia el paisaje urbano, se hunde en una piscina antes de salir a flote, repitiendo estas proezas una y otra vez para maravilla del público y de la historia del cine.
Para volver a ésta, la película se estrena casi simultáneamente primero en Cuba y luego en la Unión Soviética para infelicidad de todos. Los cubanos no entienden ese tono hierático que sus personajes han adquirido al paso del prisma eslavo y los soviéticos no terminan de entender esa revolución tropical y lejana que viene de lejos. La crítica del lado cubano es implacable y el sentido común hace de las suyas. La película es guardada y duerme el sueño de los justos durante unos treinta años.
Flashforward a 1993, el Festival de cine de San Francisco exhuma una copia que llega a los ojos de los directivos de una distribuidora pequeña: Milestone. Se la muestran a Francis Ford Coppola y Martin Scorsese y los deslumbra. El film es agitado como una muestra de perfección cinematográfica, un hito de la historia del cine, un monumento a la imagen y una pieza magistral que el mundo, en su ignorancia y para su vergüenza, ha olvidado. Yo soy Cuba, montada en el deshielo post soviético, revive en los Estados Unidos, ahora que la URSS es un Imperio del mal vencido y Cuba malvive su "período especial".
Año 2005. El brasileño Vicente Ferraz, conoce la historia y acomete una quijotada magistral. Buscar a los sobrevivientes de la empresa (Kalatozov murió en 1973, Urusevsky en 1974, Yevtushenko vive en Nueva York, los técnicos cubanos recuerdan, algunos bien, otros no tanto, aquella historia sepultada por los años) y reconstruirla en base a fotos, testimonios, recuerdos y opiniones. El resultado es una joyita llamada El mamut siberiano, un homenaje, ingenioso, nostálgico, no solo al cine sino a los caminos tortuosos que a veces emplea para demorar en mostrarse.
Una reflexión final es la inevitable comparación entre dos tipos de cine. Por esa época la producción del ICAIC relampagueaba como una cinematografía fresca, libre, poseedora de un ingenio de pólvora y un humor maduro que conectaría de inmediato con su público dentro y fuera de Cuba. El contraste era inevitable con una película sin duda talentosa, sin duda llamada al mausoleo de la historia, pero - también sin ninguna duda- alienada de su materia y de su público potencial.
En 1950, el filósofo Martin Heidegger publicó una colección de ensayos llamada "Holzwege" sobre caminos que a veces tomaba la filosofía y que, como algunos senderos en el bosque, no conducían a ninguna parte (o aún peor según algunas traducciones, conducen allí donde los árboles son cortados y luego la maleza los cubre). El paralelismo es acaso inevitable, no solo con el viejo, venerable y respetado mamut exhumado después de 30 años, sino con la frescura siempre recordada y recordable de un experimento político que devino en una de las dictaduras más longevas de la historia. Yo soy Cuba es uno de sus productos, un film que se rehusó a morir y que, ya venerable, encontró su lugar en la historia del cine.