Mi primer contacto con Eric Rohmer fue a través de Perceval, le Gallois (1978), una curiosa, extraña y singular película que visualiza el mito del Santo Grial a la manera de una especie de fábula infantil (aunque Rohmer de infantil no tenía nada). Aquella película era un reto para cualquier espectador: todo estaba hecho para dar una apariencia de falso, teatral en todo caso, quizás no era más que una burla a ese cine grandilocuentemente histórico al que la gran industria audiovisual nos tiene acostumbrados. De Rohmer sabía lo que había aprendido en la Escuela de Artes de la Universidad Central de Venezuela, que era uno de los representantes de la Nouvelle Vague, pero su figura no parecía tener el puesto supremo que ocupaban Godard, Truffaut o Resnais en las consideraciones de nuestros profesores.
Luego vino Mi noche con Maud (1969), y salí de la hoy cerrada pero entrañable Sala Margot Benacerraf, del Ateneo de Caracas (hoy sede de la Universidad Experimental de las Artes), sin entender por qué ese católico furibundo interpretado por Jean-Louis Trintignant no terminaba de caer en brazos de la fascinante Françoise Fabian. Y ese era precisamente el interés de Rohmer, mostrarnos la capacidad que tenemos a veces de negarnos la felicidad por prejuicios, en este caso religiosos. En esos terrenos prejuiciosos se movían los "Seis cuentos morales" a los que pertenecía esta cinta rodada en blanco y negro.
Una muestra organizada por la Cinemateca Nacional de Venezuela y la embajada de Francia, cuando mi amiga Liliana Sáez era directora de Programación en los 90, completó en parte mi acercamiento a uno de mis cineastas preferidos. Recuerdo el gozo sereno que sentí al salir de la sala después de haber visto La coleccionista (1967), que al igual que Mi noche con Maud forma parte de la serie citada, en la que el autor despliega las vicisitudes de un pequeño grupo de personajes enfrascados en sus dudas e inseguridades, disfrazadas de cierta pedantería e intelectualidad algo falsas e inútiles. Eso era lo que le pasaba al protagonista de La coleccionista, pero el gran Rohmer hacía un uso del lenguaje cinematográfico tan original utilizando la voz en off del protagonista, pero con la suficiente inteligencia para establecer una indudable distancia de él mismo como narrador. Todo en una maravillosa copia (16 mm) que resaltaba el trabajo de fotografía del gran Néstor Almendros, colaborador de Rohmer en muchas de sus cintas.
Enumerar cada una de las obras de Rohmer rebasaría los límites de este artículo, por cuanto este admirado autor nunca descansó y siempre regalaba a sus seguidores al menos un título cada dos años; y por añadidura, quien esto escribe aún no ha tenido acceso a films como L'anglaise et le duc (2001), Triple agent (2004) o Les anours d'Astrée et de Céladon (2007), su última obra.
Es necesario afirmar, de nuevo y aunque no sea nada original, que fue uno de los pocos cineastas que se ha acercado al ser humano desde sus comportamientos y actitudes aparentemente más insignificantes: un diálogo que oculta los verdaderos pensamientos y/o sentimientos de sus personajes, un gesto casi imperceptible... elementos que nos ayudan a desvelar las inseguridades, dudas, deseos y trampas en los que se mueven esos seres vistos, además, con, a veces, cierta distancia, pero con un infinito interés y una inocultable serena pasión.
El cine de Rohmer rebosa humanidad por donde se le mire. Nadie como él supo describir lo complicados que somos los seres humanos cuando se trata de relacionarnos unos con otros. Si no, que alguien me diga si no ha construido "castillos en el aire" como le ocurre a la protagonista de La buena boda (1982), al inventarse ella sola su boda con el abogado al que acosa constantemente... o si alguien no ha llegado a ver con deseo a ese amigo(a) de la (del) amiga(o) de uno... o es que realmente no somos proclives a hacer cualquier cosa para diseñar intrigas como lo hace la joven protagonista de Cuento de primavera (1990)...
Su exploración comenzó con los personajes masculinos en la serie "Seis Cuentos Morales", los protagonistas indiscutibles, para después continuar con los femeninos que son los que sobresalen en su siguiente serie, "Comedias y proverbios". Pero las diferencias entre ambas son indudables. Mientras la primera mantiene una homogeneidad definitiva, los resultados en cada uno de los capítulos de "Comedias y proverbios", en cambio, son distintos y no sólo a nivel de estilo sino también temático: hay un canto a la juventud a través de la protagonista de Pauline en la playa (1983), esa sugerente joven que se contrapone a una pléyade de inmaduros e intrigantes adultos; un Rohmer entretenido y juguetón puede verse en El amigo de mi amiga (1987), mientras que un fenómeno atmosférico es el regente del destino de la heroína de El rayo verde (1986) -rodado en 16 mm, es el capítulo en el cual el humor está menos presente y le reportó al cineasta el León de Oro del Festival de Venecia.
Una vez más Rohmer iniciaría su exploración sobre las relaciones humanas, a manera de actualización, a través de la serie "Cuentos de las cuatro estaciones", donde parece demostrar mayor interés en los personajes femeninos (Cuento de primavera, Cuento de invierno y Cuento de otoño) que en los masculinos (Cuento de verano).
Se ha ido Rohmer. Ya no vamos a esperar otra de sus deliciosas, renovadoras, frescas e intelectuales disquisiciones sobre cómo se nos dificulta a los humanos, bien sea por azar o por nuestra propia culpa, alcanzar la felicidad y el amor.