El año pasado despedimos a una figura ineludible de la historia del cine español, el director donostiarra Iván Zulueta. Por mucho que una gran mayoría lo haya hecho, yo no lo consideraría uno de "nuestros" grandes (apenas filmó dos películas), sino, más bien, un revolucionario del panorama cinematográfico nacional, por su personal concepción de un medio de masas en un período en el que España se dejaba influenciar por todo tipo de corrientes vanguardistas que desprendieran un (en muchas ocasiones, dudoso) aroma moderno.
El pasado 9 de junio de 2010, se cumplieron 30 años del estreno de su obra magna, Arrebato (1979). El canal de pago TCM, dedicado al cine de las últimas cinco décadas, rindió homenaje a este filme, si bien polémico, muy adelantado a su tiempo. Para ello, proyectó en los cines Golem de Madrid su versión remasterizada junto a dos documentales que combinan las impresiones, sobre director y obra, de grandes representantes de nuestro cine con las de los propios miembros del equipo que reclutara el vasco para sacar adelante su delirio de imagen y sonido; Iván Z, realizado por Andrés Duque y Arrebatados: Recordando a Iván Zulueta, producido para la ocasión por la cadena privada.
Zulueta vivió una temporada en Nueva York, donde se vio influenciado por corrientes como el Pop Art o el New American Cinema, desarrollando un instinto puramente visual en su percepción del cine. Esta capacidad le permitió desenvolver gran parte de su labor artística como pintor y cartelista, al tiempo que experimentaba con las drogas y la composición de clips de imágenes trucadas y montajes fragmentados, en una suerte de emulación de David Lynch. No en vano se ganaría a pulso la etiqueta de director "maldito" del cine español.
Tras filmar en 1976 Leo es pardo, uno de sus múltiples y caóticos cortos -su primer ensayo en 16 mm., después de una dedicación casi exclusiva al super 8-, el previsor Zulueta calculó, a partir del importe de este metraje, cuánto le podría costar un largo de hora y media. Lo que en un principio iba a ser un millón de pesetas, se convertía más tarde en cuatro (aún muy por debajo de la media de producción de la época en España), y el rollo se ampliaba hasta casi los 120 minutos, pero el cineasta no cejaba en su política de austeridad (llegando, incluso, a sofocar un conato de huelga por parte del equipo técnico) para conseguir un trabajo que condensara todas sus energías. Sabía que, si no lo hacía entonces, nunca lo haría. También intuía que sería la última película de su vida, sobre la que tenía que volcar todo lo que tuviera por ofrecer a la profesión, quedando seco para siempre. Desde la perspectiva de semejante lucidez mental y tomando como pautas los recursos disponibles, elaboró un guión para tres personajes que tendría lugar en tan sólo tres localizaciones.
El resultado fue Arrebato, una cinta que hizo acopio, cual criatura de laboratorio, de vida propia y que propone una experiencia diferente, por procelosa, en el cotidiano acto de ver cine. Protagonizada por Eusebio Poncela, Cecilia Roth y el enigmático Will More, pequeño icono andrógino de la "movida madrileña" de presencia inquietante (sobre el que Zulueta delegó sus propias mirada y voz en la película), Arrebato procura abordar un tema provocativo como es la búsqueda de esa índole inherente al medio desde la oscuridad formal, base, ésta, sobre la que se pueden deslizar múltiples lecturas e interpretaciones.
El filme busca un personal simbolismo en la pasión por el cine, pero desde la óptica de la perturbación enfermiza que conduce a la autodestrucción y genera un contradictorio odio hacia aquello que se adora. Vendría a ser uno de esos amores que matan. Paralelamente, el cine y la droga son objeto de adicción, que van fagocitando a los protagonistas, hasta el punto de absorberlos por completo, de vampirizarlos ("no es a mí a quien le gusta el cine, sino al cine a quien le gusto yo"). La eventualidad se revela como un elemento imperioso en el argumento, entendida como "tiempo de vida". De la misma manera que la cámara termina devorando al obsesivo Pedro (Will More) -y, por ende, alimentándose de todo el savoir faire del mismo Zulueta- en su búsqueda de la esencia fílmica a través del ritmo y la pausa, la película hipnotiza y atrapa al espectador maleándolo, como uno de esos instantes en los que algo o alguien acapara nuestra atención arrancándonos un pedazo de vida: son los "arrebatos".
Una iluminación luctuosa y depresiva, emparentada con una banda sonora quejumbrosa y espectral creada por el mismo Zulueta, moldeó la melancólica estampa de esta obra de culto (el sonido, de muy mala calidad, tuvo que ser redoblado, contribuyendo más, si cabe, a la construcción de esta particular y sobrecogedora atmósfera). Y es que, Arrebato, una producción marcada por la constante improvisación desde su croquis de arranque hasta su montaje finito, conforma, no ya un ejemplo de buen cine, sino un cúmulo de propósitos ideológicos frescos aún en la actualidad, procedentes de una cabeza en pleno cuelgue narcótico que hizo de la heroína una prolífica herramienta de trabajo.
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