La comedia está cambiando. O, mejor dicho, hace tiempo que viene cambiando. En el cine está tratando de recuperar su patrón más ancestral, ligado a un humor inteligente que ya no se encomienda con tanta devoción a esa suerte de slapstick joven y escatológico. En la televisión, sin embargo, existe una tendencia conceptual destacada en torno a la incorrección política que, incluso, llega a traspasar los límites de la incomodidad. Sí, el gamberrismo está de moda, siempre entendido como un jugoso instrumento para hacer risas.
Bajo este supuesto, un grupo de tres amigos, compuesto por los actores y guionistas Rob McElhenney, Glenn Howerton y Charlie Day, decidió trasladar a la ficción contextos efectivos bajo los que pudiera enmarcarse la convivencia habitual de una pandilla de colegas. Concluyeron que ellos mismos interpretarían sus propios textos y, para completar el elenco llevaron a cabo un reducidísimo casting en el que contratarían a Kaitlin Olson -único personaje femenino del quinteto protagonista y actual esposa de McElhenney- y a un pequeño puñado de secundarios recurrentes.
En su coctelera de bar macarra combinaron una parte de cinismo, un chorrito de surrealismo salvaje y otro bien largo de mala leche. Parieron It's Always Sunny in Philadelphia, una especie de sucedáneo light (si cabe) de aquella comedia imprevisible y de mal gusto que inaugurara el mítico Andy Kaufman. El producto de este trío visionario, evolucionado de un capítulo de grabación casera, a modo de piloto, cuyo único gasto de producción fuera la compra de la correspondiente cinta de vídeo, constituiría un buen modelo para estudiar la génesis de un objeto de culto que surge de la combinación de unas desmedidas ganas de transgredir sin aislar la diversión y de la austeridad que conlleva un bajo presupuesto. Y tras una buena siembra se recoge la cosecha: la buena renta les permitiría fichar a Danny DeVito para la segunda temporada.
It's Always Sunny in Philadelphia recoge en intensas y aceleradísimas píldoras de veinte minutos, las disparatadas aventuras de un grupo de amigos disfuncional donde cada uno busca su propio beneficio y sólo se abraza al resto cuando se trata de ejecutar alguna conducta censurable (generalmente contra alguien). Cada capítulo ofrece un par de tramas paralelas que dividen y enfrentan al grupo en una competición banal -es en este momento cuando inundan la pantalla los gritos, alaridos y frases que se pisan, por los que será recordada la serie-, con objetivos delirantes que les absorben como si se tratara de lo último que fueran a hacer en sus vidas. Mas, la complicidad entre todo el reparto se palpa escena a escena, consiguiendo que esa espontaneidad marca de la casa relegue la calidad de las actuaciones a la mera intrascendencia -algo parecido a lo que aquí hemos experimentado con esos grandes cómicos manchegos responsables de los magníficos programas La hora Chanante y Muchachada Nui-.
De hecho, la principal baza del título es el "anticarisma", procedente de toda suerte de defectos personales, que portan aquél fracasado que sólo busca aceptación social, la chica que sufre la marginación machista, el tonto del que todos se aprovechan, ése que antepone su aspecto físico a cualquier cuestión de mayor profundidad y el padre que nadie querría tener. No es sólo que en la personalidad de cada personaje domine el egoísmo, sino que, más bien, todos ellos se muestran carentes de cualquier ápice de juicio moral. Gracias a ello, y de manera muy atinada, las situaciones reflejadas, sobre todo en las primeras temporadas, procuraron relacionarse con asuntos polémicos a la orden del día (el racismo, el aborto, las armas, el fundamentalismo islámico, la pederastia, las enfermedades o el consumo de bebida y drogas en la juventud), valiéndose del absurdo que caracteriza el serial para alzarse como espejo reflector de un mundo torcido política y socialmente.
Colgados en Filadelfia (como reza la extraña pero calificativamente correcta traducción del título al castellano) es una de esas series que veneran la perversión como fuente de hilaridad, pero que muestran tremenda madurez en su certera ideología. Si cunde con su ejemplo, todos terminaremos por convertirnos en ese egoísta sin escrúpulos que no dudaría en vender a sus amigos para conseguir aquello que nos proporcione una efímera y falsaria felicidad. Sálvese quien pueda.