A la hora de afrontar y delimitar el concepto de propaganda, Toby Clark (Arte y propaganda en el siglo XX) incide en la carga peyorativa que este término ha adquirido en el imaginario colectivo, tomando como referentes históricos las dos contiendas mundiales y sus nefastas consecuencias. El cariz ideológico de la propaganda se acentuó durante un desequilibrado siglo XX, siempre inestable, siempre renaciente. La idealización emocional de la propaganda se convirtió en un arma más al servicio de las partes enfrentadas y, en este contexto, el audiovisual contribuyó decididamente a apuntalar el reclutamiento masivo. El mensaje transmitido quedó asociado con las repercusiones mortales de los acontecimientos. Violencia y propaganda se fusionan en un todo.
El siglo pasado (y su proyección actual) consagró a las masas como sujeto y protagonista activo de la historia. La revolución rusa, la formación de la URSS, el nuevo régimen y los nuevos mitos, un modelo diferente y disidente. Como no podía ser de otra manera, este punto de inflexión confirmó una nueva forma de hacer y de pensar el cine: un arte colectivo dirigido a la colectividad. A través del audiovisual se instrumentaliza la violencia, quedando convertida en un medio para conseguir un fin. La violencia se encauza en una dirección específica e interesada: identificar y denigrar al enemigo, o justificar la necesidad de la lucha. Al ser camino (movilización), la violencia cinematográfica se banaliza, se cosifica y se codifica. Con El Acorazado Potemkin (Sergei Eisenstein, 1925) no sólo se conmemora simbólicamente el conato revolucionario de 1905; al mismo tiempo, se legitima el régimen post-zarista y el título se convierte en símbolo, documento e Icono místico de una nueva sociedad. El cine-puño de Eisenstein deja secuelas y moratones en el espectador. Con las escalinatas de Odesa y la inhumana represión de los cosacos, Eisenstein no sólo dirige los elementos artísticos, dramáticos y técnicos del filme; dirige también, con la misma maestría, las emociones de una generación. El cine se instala y se acopla en el aparato estatal.
Paralelamente al desarrollo de la violencia programada, otra forma de subversión, esta vez estética, se abre camino a través de la agitación de las vanguardias. La cuchilla que rasga el ojo en Un perro andaluz (Luis Buñuel, 1929) es hoy referente ineludible en la historia visual del siglo XX. La ruptura con los encorsetados límites de la racionalidad pretende sacudir los pilares de la sociedad burguesa, en un ataque que se emprende y se comprende, muchas veces, en el seno de una necesidad histórica: la reforma estructural como camino hacia la superación del trauma heredado de la primera guerra mundial. Se suceden los "ismos" (futurismo, dadaísmo, expresionismo, surrealismo, constructivismo...) como reacción ante la degradación total: la máquina de matar. Hay que volver a empezar. Cuadro blanco sobre fondo blanco (Malevich, 1918) ejemplifica ese salto hacia una nada que lo es todo o, al menos, un nuevo punto de arranque.
El role desempeñado por la violencia cinematográfica encuentra un foco de especial interés en Cuba (revolucionaria o post-revolucionaria), marcado por un contexto de guerra fría y el temor a la definitiva aniquilación atómica, tan presente en la ciencia ficción y brillantemente parodiado por Kubrick en ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú (1964). La obra temprana de Santiago Álvarez supone el encuentro entre la violación estética-normativa (reformando el concepto de documental) y la violencia como contenido manipulable: obras como Now! (1965), considerada precedente del videoclip, o L.B.J. (1968) se presentan casi a la manera de collage[1]. Alegato antirracista por excelencia, Now! sumerge al espectador en los conflictos raciales y presenta al Estado Norteamericano como fuente primigenia de violencia, apoyándose en un montaje rítmico, vivo y contundente con el que desmoronar (o, al menos, intentarlo) el american-way-of-life. Con L.B.J. Santiago Álvarez denuncia la barbarie, la conspiración y lo que se ha dado en llamar terrorismo de Estado. La violencia, recuperando la idea de Morin (re-interpretada por Orson Welles en El tercer hombre) como ingrediente base de la civilización.
El aparato "oficial" queda convertido en plataforma-generador de violencia, pilar sobre el que descansan los clásicos (literarios y cinematográficos) distópicos. Las cloacas del sistema, parafraseando el título de una conferencia recientemente impartida en el Ateneo de La Laguna (Tenerife), salen también a la luz y sonrojan la aparente imagen de dignidad de los regímenes democráticos. Los momentos finales de El tercer hombre (Carol Reed, 1949) transportan la imagen de la cloaca y el submundo hasta un punto sublime. Las telarañas de la justicia (y de la democracia como ese "todo" en el que nos reconocemos) son el blanco perfecto, un filón a explotar por el cine negro (Sed de mal, por ejemplo) y el cine gansteril, tan desarrollado en la filmografía de Martin Scorsese (Malas calles, Uno de los nuestros, Gangs of New York...). En ambos casos, la influencia literaria toma como referente ineludible a Dashiell Hammett (El halcón maltés, El hombre delgado, La llave de cristal).
Retomando el ejemplo de Cuba, con La muerte de un burócrata (1966), Tomás Gutiérrez Alea alcanza una de las cimas de aquella cinematografía caricaturizando la frigidez de las jerarquías y, al mismo tiempo, denunciando el carácter inhumano de las instituciones que degeneran en la violencia como final (¿solución?) drástico. Una magnífica tragicomedia que se alimenta de situaciones esperpénticas (Valle Inclán), llevadas a la pantalla con pinceladas surrealistas (Buñuel) y haciendo uso de una fuerza crítica muy comparable con El apartamento de Billy Wilder. Desde otra perspectiva, el Estado no es únicamente el emisor violento; por momentos, también es receptor, a través de acciones terroristas y asesinos en serie. Encontramos un ejemplo memorable en M, el vampiro de Düsseldorf (1931). El mundo de las sombras y el desequilibrio del protagonista son ecos reconocibles de una cinta tardo-expresionista. A través del personaje criminal se logra poner en jaque a las instituciones y en tela de juicio la seguridad civil. Las reacciones se desbordan, la intranquilidad ciudadana, la necesidad de un culpable. Paradójicamente, serán las capas de menor "empaque" social quienes solucionen la problemática. Recientemente los hermanos Coen, con No es país para viejos (2007), y David Fincher, con Zodiac (2007), añaden dos nuevos eslabones al tema de los asesinatos en serie[2], cuestión ampliamente reproducida a día de hoy en series televisivas que encuentran en los elevados índices de audiencia una acogida favorable y que, simultáneamente, debe llamar a la reflexión en torno a los reclamos que justifican las emisiones de determinados contenidos: ¿sociedad enfermiza o simplemente anestesiada? ¿Devaluación de la violencia o mera morbosidad? ¿Qué barrera invisible separa el morbo de la obscenidad?
[1] El fraccionamiento de la película y la rápida sucesión de planos confieren al resultado final una notable musicalidad. Por otra parte, el documental como paradigma del "realismo" cinematográfico y, a su vez, la continuidad y la invisibilidad técnica como claves de "lo real", entran en quiebra y se reemplazan por una estética agresiva.
[2] Podemos considerar como películas significativas El silencio de un hombre (Le Samouraï, Jean-Pierre Melville, 1967) o Leon (El profesional), dirigida por Luc Besson en 1994.