Antes de comenzar el texto más personal que he escrito para EL ESPECTADOR IMAGINARIO, me gustaría puntualizar, y creo que coincidiré con el resto de mis colegas de la publicación, que no es sencillo escribir sobre los gustos de uno mismo. En un intento por desdramatizar la propuesta que nos llevaba a ofrecer a nuestros lectores algo diferente a la habitual en nuestro segundo aniversario, intentamos enfocar este asunto como si de una confesión se tratara. Sería desconsiderado por mi parte (además de tópico) recurrir a aquello de "sobre los gustos no hay nada escrito", porque sonaría a comprometida defensa que me disculpase de la dudosa validez de las opiniones expuestas, antes incluso de empezar a abrir mi desván más íntimo, a mucha honra.
Por ello, y pretendiendo dejar las moralinas a un lado, paso a presentar mi "confesión". He decidido focalizarla en el género que considero mi gran predilecto, la comedia, y lejos de ofrecer un recorrido por los prototipos que podrían encabezar las listas y "tops" de la excelencia, haré el esfuerzo por irme al extremo opuesto, a aquellas que, en general, fueron denostadas por la crítica (incomprensiblemente para mí, en muchos casos), pero que me han hecho disfrutar y reírme tanto o más que las bien valoradas. Mi intención no es otra que regalar unas sinceras notas sobre aquellas películas con las que crecí como cinéfilo, y más tarde como crítico (el que mamé en casa, vamos). De esta manera, este tortuoso desahogo se limitará al cine español moderno, a menudo duramente criticado por su insuficiente calidad, juicio al que, de vez en cuando, no me queda más remedio que adherirme.
Tras el indiscutible legado del recién fallecido y posiblemente el mejor director español de todos los tiempos, Luis García Berlanga, la comedia española viró hacia una variante chulesca y chabacana. Dentro del amplio catálogo de comedias que se fue acumulando con el denominador común del destape y el apogeo del humor verde -en lo que viniera a denominarse "landismo", en referencia a unos de sus más consagrados artífices- como la hermana pequeña y frívola del "cine de la tercera vía", encargado de cacarear las nuevas libertades de la España de la Transición-, gozan de mi admiración más especial las nueve películas que dirigiera Mariano Ozores, protagonizadas por la esperpéntica pareja integrada por Andrés Pajares y Fernando Esteso. Los bingueros (1979) o Yo hice a Roque III (1980) triunfaron en la taquilla, pero serían tachadas de cutres, machistas y obscenas, pese a constituir un fidedigno retrato de una etapa clave en nuestra Historia, dominada por la exaltación desorbitada de una sociedad que se sentía reflorecer tras más de treinta y cinco años bajo el yugo de la dictadura. Hubo quien debiera de haberse mirado al espejo antes de lanzar sus exabruptos contra un humor tan renovador y verídico. En realidad no era nada muy diferente a lo que los directores de culto Russ Meyer y John Waters, circunscritos al contexto de su idiosincrasia regional y con unas mayores cargas de acción y estética kitsch (sus principales señas de identidad), estaban haciendo en los Estados Unidos. Lo que es evidente, es que el paso del tiempo y el acelerado desarrollo del país jugó una mala pasada a esta visión picante del español medio, provocando su envejecimiento prematuro. Pese a ello, e incluso hoy, sigue generando adeptos entre las nuevas generaciones de cinéfilos que lo consideran una notable influencia para la comedia moderna española.
Para seguir forjando la leyenda española de la incorrección y la vulgaridad, Andrés Pajares encarnaría ya en los noventa al carismático Makinavaja en Makinavaja, el último choriso (Carlos Suárez, 1992) y en ¡Semos peligrosos! (Carlos Suárez, 1993). Basado en el personaje original de Ramón Tosas, alias Ivá, Makinavaja era un macarra ratero de cierta lucidez filosófica que convivía en el barrio chino de Barcelona con toda la chusma de la zona. Ni que decir tiene que la ordinariez no era más que otro vehículo para cimentar la crítica social desde la óptica de la clase obrera. En cierto modo, trataba de forzar un irónico carpetazo al cine quinqui de la década anterior, al tiempo que proclamaba la posibilidad de realizar adaptaciones de la historieta en un país con gran tradición en el terreno del humor gráfico.
Unos años más tarde, tras recoger Juanma Bajo Ulloa el testigo de la golfería cómica para hacer de Airbag (1996) la mejor -y casi única- road movie española, el polifacético Santiago Segura compuso un particular collage haciendo acopio de los estiletes de la tradición, sabiendo sintetizar en un inédito e irrepetible personaje los peores vicios y lacras de la sociedad española. Así, debutó en la dirección ganando un Goya con, mi favorita en estos términos, la obra cumbre del humor chusco (como él mismo la definiría), la magnífica Torrente, el brazo tonto de la ley (1998). El récord que batió en la taquilla al colocarse como la cinta española más recaudadora de la historia hasta el momento sirvió para que Torrente se alzara como venerado icono de la cultura popular y animó a su director a alargar al tirón en forma de saga. Aunque prolongó el éxito en las salas, a partir de la segunda entrega, la frescura de la que un día hizo gala se fue evaporando y, habiendo alcanzado hoy su cuarto capítulo, sobrevive gracias a la cansina conmemoración de sus más aplaudidos gags y al cameo masivo de iconos de nuestra más sórdida subcultura. Santiago Segura fue devorado por su personaje; quizá debería dejarse influir por el savoir faire y la capacidad de reinvención del británico Sacha Baron Cohen, rey de las caracterizaciones "sacapuntas" del panorama socio-político
Existe otra tendencia en la comedia española que suele dejarme un buen sabor de boca: el absurdo. Contando con el exquisito José Luis Cuerda como abanderado, sus películas Total (1985), Amanece que no es poco (1988) o Así en el cielo como en la tierra (1995) son claros ejemplos de que en España se podía hacer un humor surrealista de calidad, eso sí, sin renunciar a nuestra raigambre costumbrista, hábito que continuaría en una buena parte del cine de Álex de la Iglesia (a cuyo estilo ya dedicamos un dossier en esta revista), derivando hacia una pendiente catastrofista. Sin embargo, el absurdo más incorrupto se pudo volver apreciar en la descacharrante El milagro de P. Tinto (1998), ópera prima de un Javier Fesser que revolucionaba la manera de hacer cine en España. La historia del disfuncional matrimonio que, harto de sus fallidos intentos de paternidad, termina adoptando a dos marcianos conformó la primera producción cinematográfica de Películas Pendelton, una compañía que se especializaría en unos filmes antiestéticos atiborrados de unos grotescos actores descaradamente feos (dando vida a las mil maravillas al excéntrico universo de Ibáñez en La gran aventura de Mortadelo y Filemón, Javier Fesser, 2003). Bajo la misma frecuencia, pero ya articulados en el género de la ciencia-ficción, oscilaban los trabajos de Óscar Aibar (hoy conocido por su correcto biopic sobre el dibujante Manuel Vázquez), saboreando las mieles de lo freak con la psicodélica La máquina de bailar (2006). De nuevo Santiago Segura al frente del reparto, en el papel de un fracasado bailarín que trabaja en un salón recreativo y que servirá de mentor a un grupo de atolondrados adolescentes para hacerles ganar un concurso (que por cierto, no tiene ningún desperdicio) de un popular videojuego de baile. Y es que, a medida que descendamos a los abismos de la calidad fílmica y nos vayamos acercando a la barrera de la serie B, encontraremos obras más insólitas y curiosas, como es el caso de Una de zombis (Miguel Ángel Lamata, 2004) o de la deliciosamente cutre Kárate a muerte en Torremolinos (2003), primera cinta de Pedro Temboury, apadrinado del maestro del cine de bajo presupuesto español, Jesús Franco.
Quisiera apuntar que el costumbrismo patrio ha sufrido una fértil mutación hacia formas que han tratado de fusionarlo con la temática y las situaciones del estilo de vida urbano y moderno, resultando una suerte de tragicomedia que cuenta con alguna que otra manifestación interesante. Un ejemplo de ello es el producto de la asociación entre el showman José Corbacho y el guionista Juan Cruz para dirigir Tapas (2005), película que recogía la cotidiana vida de un barrio y que constituyó el preámbulo de su reciente fiasco en televisión con el apreciable serial Pelotas (2009-2010), que giraba en torno a las peripecias de un modesto equipo de fútbol. De un tono más solemne son los trabajos de Daniel Sánchez Arévalo (AzulOscuroCasiNegro, 2006; Gordos, 2009; y Primos, 2011) y por contra, más festivo, el carácter de las cintas producidas por Telespan 2000 (El otro lado de la cama, Emilio Martínez-Lázaro, 2002; Días de fútbol, David Serrano, 2003; o No controles, Borja Cobeaga, 2010). Una vez más, cuestión de gustos.
Para concluir, una aclaración: son todas las que están, pero no están todas las que son. A este repaso, debido a su limitación espacial, se le han escapado títulos tan paradigmáticos como las cintas perpetradas por conjuntos de humoristas, que empezaron con las gansadas de Martes y Trece, siguieron con la reformulación del lenguaje del chiste por parte de Chiquito de la Calzada, y hoy continúan con las aventuras de los Chanantes en el celuloide. También se echa en falta una ojeada a las gang movies nacionales, que tienen sus más notables exponentes en cintas como Gente Pez (Jorge Iglesias, 2001), XXL (Julio Sánchez Valdés, 2004) o Fuga de cerebros (Fernando González Molina, 2009). Por no hablar de las comedias americanas. Pero eso me lo reservo para otro aniversario.