"Lo que estáis viendo es mi reflexión, pero la película no merece ninguna reflexión.
Es una comedia inofensiva...".
Con esta declaración de intención Lars von Trier inicia su película El jefe de todo esto (2006). Su voz en off acompaña un tilt-up de su imagen en el cristal de una ventana. El tono azulado y frío del reflejo nos delata que estamos ante el director danés, quién, sobre una grúa y tras el visor de la cámara, ha vuelto a rodar en su tierra y en su lengua natal, después del estreno de dos obras de su trilogía Estados Unidos: tierra de oportunidades. Por momentos, sentimos un aire refrescante, aunque gélido, tras el paso de las claustrofóbicas Manderlay (2005) y Dogville (2003), sus ficciones anteriores realizadas íntegramente en estudios y en inglés. Un desvío a los caminos del humor, después de un tránsito dramático y sombrío.
Súbitamente este tilt-up inicial, es interrumpido por cortes, que producen, lógicamente, elipsis temporales que nos abren cada vez más el encuadre y nos develan las ventanas de un edificio de oficinas. Comienzan nuestras dudas ante un director que se ha caracterizado por un control obsesivo de la cámara y un impecable lenguaje cinematográfico. Pero nos da certeza con su reflejo que allí está controlando todo, como siempre lo ha hecho con su obra, y nos dejamos llevar por su voz, que nos invita a ver su película con una pregunta a responder: "¿Qué tal sería empezar riéndonos de la cultura trivial?".
Sin duda, hoy en día, nos podemos seguir riendo, ya sarcásticamente, del argumento: un abogado y dueño fantasma de una empresa informática danesa (Peter Gantzler) contrata a un actor (Jens Albinus) que se encuentra en paro, para interpretar el papel del jefe ausente y realizar su venta a unos inversores islandeses. Estamos ante el escenario previo al colapso del sistema bancario de 2008 y, en consecuencia, al derrumbe de Islandia y sus bonos. Y en menos de cinco años ya nos parecen tiempos de sagas, aquellos de la bonanza económica, dónde la palabra "crisis" estaba desterrada de nuestro vocabulario y "deslocalización" y/o "externalización" no eran malas palabras, sino simples artilugios del discurso. Una comedia inofensiva, en tiempos en que vender al mejor postor era la regla, y que al día de hoy resultó ser una realidad muy ofensiva para muchos.
Lars von Trier se ha declarado reiteradamente admirador de la cultura y del cine norteamericano, en especial "...un incondicional de la clásica screwball comedy de Hollywood, películas como La fiera de mi niña (Howard Hawks, 1938), Historias de Filadelfia (1940, George Cukor), Ninotchka (Ernst Lubitsch, 1939)... Todo el rato los actores hablan, hablan y hablan, y los espectadores ríen, ríen, ríen"[1]. Películas de género, rodadas con cámara fija, con una locura contagiosa en sus personajes y cuyos diálogos de doble sentido proporcionaban carcajadas a millón al espectador. Así, su incursión en la comedia, con El jefe de todo esto, va cargada por un lado con una dosis personal de su histórico "Dogma 95", y por otra, con una reinterpretación del lenguaje cinematográfico del género que tanto admira. Una obra híbrida que cumple a medias "el voto de castidad": rodada en 35 mm y en color, con el sonido de referencia sin pasar por ningún proceso de mezcla, en locaciones auténticas, incluso el personal de la oficina aparecía a veces en los fondos y los actores utilizaron su propio vestuario.
Por otra parte rompe con otros preceptos del Dogma 95, al aceptar deliberadamente las reglas del género, etiquetando desde el comienzo su obra como una comedia, y figurar en los créditos como director, haciendo patente desde un principio la autoría de su obra. Así, siguiendo las reglas propias del momento de la screwball comedy abandona la cámara en mano, que tanto defendió y fue su sello autoral, para dejarla fija. Pero siguiendo a su tiempo y rompiendo la predicaba del Dogma 95 rescata el cine actual del acoso tecnológico, se entrega a la revolución digital y adopta un novedoso sistema que denominó "Automavisión".
"Interrupción del director para presentar un nuevo personaje..."
El nombre del sistema, etimológicamente, une las palabras "automática" y "visión", para presentarse como una técnica de cámara y sonido, que automáticamente elige el encuadre. Así el director, junto al director de fotografía, elige en cada toma la posición de la cámara, y el sonidista coloca los micrófonos e introduce los datos del encuadre en un programa informático. Éste funciona aleatoriamente y aporta una lista de correcciones aplicables, tanto a la cámara como al sonido, desde la inclinación y el enfoque hasta los filtros y los niveles de grabación. Una vez rodada la toma, se estudian los parámetros y se decide quedarse con ella o descartarla, pero jamás se manipula lo rodado en posproducción, sino que pasa directamente, en el orden de montaje previamente establecido, a la copia final de la película. Así esta "automatización de la visión" hizo posible que El jefe de todo esto se terminara en cinco semanas.
Pero la mano del azar se cuela, limitando o liberando, según se quiera ver, la influencia humana. Estamos ante una comedia sobre los invisibles hilos del poder humano con el juego vil de la manipulación emocional, dónde paradójicamente, el poder de decisión de muchos procesos de su producción se le otorgan a una máquina, que resulta finalmente ser "el jefe de todo esto". Técnica y contenido muy actual con los tiempos que corren o un gran acuerdo entre forma y contenido.
Sin embargo, los antecedentes de este sistema automático de visión por medio de la tecnología digital, lo podemos encontrar, como un ejemplo, en la obra Abbas Kiarostami, Diez (Ten, 2002). Aquí dos cámaras digitales fueron conectadas a cada lado de un automóvil en movimiento que recorre Teherán, mostrando a la conductora y su pasajero de turno, respectivamente. Así durante en el rodaje, ni el director ni el director de fotografía estaban presentes, fomentando la espontaneidad de los actores y favoreciendo un bajo costo de producción.
Por tanto el cine, como muchos medios tradicionales, ya se ha empezado a valer de las nuevas tecnologías, incluso desde finales del siglo pasado, tanto para sus procesos de producción como de distribución. Por lo que hace una década, Lev Manovich[2] se acercó al análisis de los nuevos medios, estableciendo cinco principios básicos de los mismos: representación numérica, modularidad, automatización, variabilidad y transcodificación cultural. Y sin duda el sistema Automavisión cumple con todos los preceptos.
Automavisión tiene un código absolutamente digital, trabaja con funciones matemáticas y sus algoritmos deciden el encuadre de la cámara. Así el programa otorga seis parámetros: ángulo horizontal y ángulo vertical, desplazamiento lateral y vertical, exposición, distancia focal o zoom. Igualmente maneja los parámetros de la grabación del sonido. Por tanto desde un ordenador portátil en el rodaje se pueden consultar los parámetros de cámara y sonido que estén plasmados en el monitor como una representación numérica.
La modularidad en Automavisión se lleva a cabo perfectamente: cada toma realizada se unirá a otras, estas construirán una escena y, posteriormente, formarán la película. Sin embargo esta estructura fractal, prácticamente de forma geométrica, que se repite y forma nuevas unidades en diferente escala, puede contribuir a mantener fijas o transgredir algunas reglas del lenguaje cinematográfico.
Al estar, técnicamente, la cámara fija en su eje, la escena filmada compuesta por varias tomas nunca se saltará la regla de los 180 grados, esa línea imaginaria que une a dos personajes y mantiene el eje de la acción. Pero trasgredirá constantemente, por la actualización por cortes, la regla de los 30 grados entre planos consecutivos, creando muchas veces planos con una composición desequilibrada, o con una escala que escapa a cualquier proporción del cuerpo humano, por lo que eventualmente podremos ver, como ejemplo, a actores sin cabeza. Estos desagradables saltos, entre un encuadre y otro, traen también en consecuencia falsas elipsis temporales que se remarcarán, a su vez, con ruidosos baches de sonido. Hay más de 1500 tomas en El jefe de todo esto, contadas por David Bordwell, acotando que: "la película cuenta con más cortes abruptos que Al final de la escapada (Jean-Luc Godard, 1960) o Los impostores (Ridley Scott, 2003)... Una película, ha dicho Von Trier, debe ser tan irritante como una piedra en su zapato, y su tempo abrasivo da a su comedia una ventaja de ansiedad"[3].
Más que ansiedad, desesperación y agotamiento por el estado de alerta que puede producirse en el espectador al no poder leer de forma tradicional la película. Aunque, contrariamente, la intención directa y declarada de Lars von Trier era "dejar la puerta abierta al azar con el fin de que el espectador juzgue la película sin ideas preconcebidas"[4]. Así es que mejor rendirse, olvidarse de más de cien años de cine y dejarse llevar por una historia, que por lo menos, está contada linealmente.
La codificación numérica y la estructura modular dan paso a la automatización, que elimina la intencionalidad humana en parte del proceso creativo, y ese es principalmente uno de los objetivos de este sistema. Aquí, el director de fotografía es Automavisión, como tal figura en la claqueta de rodaje y en la ficha técnica de la película. Como consecuencia, los actores, que están delante de la cámara, desconocen su encuadre, y su interpretación, aunque cinematográfica, no está supeditada al mismo. Para Lars von Trier también era una forma de "asegurarse que los actores no puedan usar ninguno de sus trucos habituales... y por lo tanto, no fueron capaces de tratar de mostrar su mejor cara o robar escenas"[5]. Así, el director danés reacciona ante la cámara manual, con lo que se distancia de toda lógica de la mirada, con un encuadre aleatorio, que proporciona una variabilidad del objeto o distintas versiones del mismo, generando en cada nueva toma una entrada a la base de datos y con sus respectivas actualizaciones periódicas. Sin embargo, será él quien finalmente ponga los límites al ordenador en su supuesta autonomía, él decidirá, una vez visto el encuadre, sí lo podrá utilizar o no. Por tanto, como el autor cinematográfico tradicional, tendrá la última palabra de lo que será visto y oído. Así caerá sobre él la responsabilidad moral de la representación, a pesar de la automatización del rodaje y su producción de variables objetos.
El quinto y último principio descrito por Manovich, es el de la transcodificación. La informatización convierte el medio cinematográfico en datos informáticos, pero muestra una imagen y ciertas convenciones reconocibles para el espectador que conforman un plano de la representación, que pertenece al lado de la cultura humana. Así, en esta "capa cultural", tenemos uno de los anclajes más sólidos de la obra, que es un acertado guión con unos excelentes actores que lo interpretan, que hace que el espectador siga y disfrute esta comedia por sobre todas las transgresiones del lenguaje cinematográfico. Mientras que, en la "capa informática", tenemos esos datos moldeables, que permiten organizar y generar una obra. Y sin duda, aquí se influyen mutuamente, el cinematógrafo tradicional es movimiento que registra y guarda datos visibles, mientras que aquí la imagen en movimiento se transfiere a un código binario que Lars von Trier deja a ratos a su libre albedrío, pero que finalmente lo llama a formar fila en la cadena del montaje, a producir una película, a seguir siendo cine.
"No obedecemos a las leyes del género"
Automavisión se presenta como una aparente rebelión de las máquinas, pero queda aislada en el tiempo y en la técnica cinematográfica. Su desobediencia demostró llevar la automatización de procesos cinematográficos de producción a un límite más allá de las riendas de los responsables humanos de la cámara y el sonido, pero mantuvo su obediencia final al autor cinematográfico como responsable de la obra.
Lars von Trier no ha vuelto por los caminos de la automatización, ni de la comedia, quedando El jefe de todo esto como una breve pausa de relax, lo más cercano a su documental Cinco condiciones (De Fem benspænd, 2003), co-dirigido con Jørgen Leth. Aquí el director danés le propuso al veterano documentalista que realizara cinco remakes de su cortometraje El ser humano perfecto (Det Perfecte Menneske, 1967), pero con cinco "obstrucciones" o "condiciones" diferentes, lo que obligó a Leth a replantearse la historia de forma distinta y a utilizar diversos formatos. Todo un reto para la creatividad en los nuevos tiempos de la digitalización, que en este caso Lars von Trier dejó en manos de Leth, y que en el caso de El jefe de todo esto quedó en manos de Automavisión. Ceder el timón a ratos, en ambas obras, ha proporcionando una frescura inusual a la filmografía del polémico director danés, que ya ha vuelto por los caminos del drama, el terror y se ha aventurado por la ciencia ficción. Pero siempre siendo arriesgado, provocador y, a la vez, meticuloso, cuidando esmeradamente los encuadres de la cámara y el sonido, manteniendo una sintaxis cinematográfica impecable, lo que se ha constituido en su sello personal.
El jefe de todo esto se cierra con estas palabras de su director, que pone punto final a este experimento tecnológico, para volver premeditadamente a su turbulento cauce original: "Ya hemos llegado al punto de rendirnos, al final de la comedia. Al igual que ustedes, quiero irme a casa. Pido disculpas a los que querían más y a los que querían menos. Y sí alguien no está satisfecho, se lo merece".
[1] Molina Foix, Vicente: "Lars von Trier, sin dogmas". El País, 12/03/2007.
[2] Manovich, Lev: El lenguaje de los nuevos medios de comunicación: la imagen en la era digital. Barcelona-España. Paidós, 2005.
[3] Bordwell, David: Another pebble in your shoe. David Bordwell's website on cinema, 13/1272006. http://www.davidbordwell.net
[4] Op. cit.
[5] Macnab, Geoffrey: "I'm a control freak - but I was not in control". The Guardian, 22/09/2006.
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