La mujer es una máquina de sufrir. Yo soy una mujer.
Pablo Picasso
El cine y los directores han enfocado la prostitución desde diversos ángulos: mujeres abocadas a la marginalidad que se prostituyen por dinero, mujeres que han encontrado en la prostitución una forma de vida, prostitutas con o sin chulo, hombres prostitutos… Todo ese espectro ha sido cubierto por el cine desde sus albores.
Al analizar la manera en que el cine ha retratado la prostitución, podría haber optado por la mirada racional, donde la mujer aparece instrumentalizada y mercantilizada, vendiendo su cuerpo a cambio de dinero, como en la fallida Princesas (Fernando León de Aranoa, 2005), que retrata una realidad pero no supera el tópico. Podría haber hecho referencia a títulos de sobra conocidos, como Irma la Dulce de Billy Wilder (Irma la Douce, 1963) o Pretty Woman (Garry Marshall, 1990), donde ambos directores adaptan un cuento con final feliz. En ellos, la prostituta es finalmente rescatada por un hombre que se enamora de ellas. Vivian Ward e Irma son los prototipos de prostituta rescatada, las ovejas descarriadas que vuelven al rebaño gracias a la todopoderosa fuerza del amor o a la todopoderosa voluntad de un personaje que las convence de que la vida que llevan no es la adecuada.
Mujeres que se prostituyen con un pretexto o para conseguir algo, como la Marlene Dietrich de Fatalidad (Dishonored, Josef von Sternberg, 1931) que, habiendo perdido todo en la guerra sobrevive gracias a la prostitución que ejerce desde su papel de espía. La película, más que centrarse en la prostitución, hace hincapié en el sacrificio de una mujer que acabará muriendo fusilada, a la manera de Mata Hari en Francia. O la Lulu de G. W. Pabst, en La caja de Pandora (Die Büchse der Pandora, 1928), una película de cine mudo que retrata a una mujer sin escrúpulos, que se vale de sus encantos y de su belleza para conseguir de los hombres y de las mujeres todo lo que desea.
Otros directores han utilizado el cine para mostrar y denunciar la realidad de la prostitución, una realidad universal, que no entiende de países. En el año 1927, Oleg Frelikh dirige Prostituta (Prostitutka), una historia que narra los avatares de dos mujeres que, debido a una situación de vida precaria, se ven obligadas a prostituirse. La película bascula entre la ficción y el documental. La pantalla es salpicada con datos y estadísticas, mostrando un elaborado análisis por parte del estado soviético de las causas y las consecuencias de este problema. De igual manera, el cine oriental también ha seguido esta línea de denuncia. Desde los años treinta tuvo en la figura de Kenji Mizoguchi a su cineasta más cercano. Mizoguchi fue un adelantado a su tiempo. El discurso de sus películas está plagado de referencias a la liberación de la mujer. Sus filmes están poblados de prostitutas y de geishas. El director llegó a afirmar que “amaba la vulgaridad terrenal y la taimada decadencia de estas mujeres, que tenían suficiente valor para hacer frente a los hombres”[1]. Mizoguchi no se queda ahí, denuncia además la hipocresía de los hombres que contratan sus servicios y crítica a esa sociedad que las obliga a prostituirse para ganarse la vida. La presencia de las prostitutas no es ninguna casualidad. Si pensamos por ejemplo en su última película, La calle de la vergüenza (Akasen chitai, 1956), en ella, el director presenta el tema para que el espectador reflexione. Mizoguchi retrata un burdel llamado El País de los Sueños, la “calle de la vergüenza”, en cambio, hace referencia a la calle donde viven los familiares de las chicas, que las han vendido para hacer frente a las deudas. La vergüenza no es para las prostitutas, sino para los familiares. En Las hermanas de Gion (Gion no shimai, 1936) también había retratado la vida de unas hermanas geishas. La prostituta en el cine de Mizoguchi es fuerte e independiente, destaca su discurso feminista, la liberación que propone para la mujer. Las trata con respeto, y la cámara se aproxima a ellas de una manera realista y cercana, como si quisiera ponerles una mano en el hombro. Unos meses después del estreno de la última película de Mizoguchi, muchas de sus ideas se hicieron realidad, y la prostitución fue prohibida en Japón[2].
Setenta y cinco años después de Prostituta, en un desconocido lugar de la antigua Unión Soviética, el director sueco Lukas Moodysson, con un estilo austero y frío, se vale de la figura de la joven Lilya (Lilja 4-ever, 2002) para denunciar la impunidad con la que actúan las mafias de Europa del Este. Abandonada por su madre, Lilya se ve obligada a ejercer la prostitución como única manera de sobrevivir. Desamparo, soledad y desesperanza pueden palparse en la película. La decisión de Lilya de suicidarse es sobrecogedora, pocos directores han sido capaces de filmar el suicidio de un niño. Kim Ki-Duk también lo hará en Samaritan Girl (Samaria, 2004), donde dos jóvenes surcoreanas se prostituyen para pagarse un viaje a Europa. La película del surcoreano hace gala de un simbolismo (inabarcable en este artículo) que vertebra toda la película.
En Taxi Driver (Martin Scorsese, 1976), la prostituta niña Iris, interpretada por Jodie Foster, nos ponía sobre aviso de una situación que existía, y a la que el cine no era ajeno. El cine documental es el que más se ha atrevido a afrontar la realidad de los niños que ejercen la prostitución. En el año 2004, se presenta el mediometraje Los niños de la estación de Leningradsky (Dzieci z Leningradzkiego, Hanna Polak, Andrzej Celinski), que cuenta el día a día de un grupo de niños que viven en la estación moscovita. Viven como mendigos, no superan los catorce años y son carne de cañón para violadores, pederastas y asesinos. Uno de ellos llega a declarar en el documental: “Las chicas de la estación de tren suelen ejercer la prostitución. Se suelen quedar embarazadas y abandonan sus bebés. Y sus bebés acaban como ellas. Si las chicas no tienen dinero, se venden a los hombres, se van con ellos a sus coches, a apartamentos o a trenes, y se los follan… con los chicos igual”.
Películas como las citadas anteriormente, Pretty Woman e Irma la Dulce, idealizan el trabajo de la prostituta y perpetuán roles: mujer desvalida-hombre héroe. De una manera maniquea intentan convencernos de que hay una vida que está mal vivida, y otra que está bien. En oposición a estas mujeres tenemos el ejemplo de Sera, encarnada por Elisabeth Shue, que en Leaving Las Vegas se manifiesta feliz con la vida que ejerce, llega a declarar: “Yo saco lo mejor de los hombres que follan conmigo. La primera impresión que doy, es la de pobre ingenua, soy una bomba sexual… lo que hago es interpretar”.
El burdel de la calle Avignon
Sin embargo, después de ver y rever muchos títulos, he decidido profundizar en cinco personajes que no sólo constituyen buenos ejemplos del rol de la mujer prostituta, sino que representan papeles tan enormes que han conseguido enfrentarnos a nuevas significaciones. Cinco personajes con cinco rostros deformados y enmascarados, igual que el de las Señoritas de la calle de Avignon que Pablo Picasso pintó en 1907. El lugar preferente que ocupa este cuadro de Picasso en el imaginario museo de la modernidad deriva, tanto de su revolucionaria alteración de la forma y del espacio (en comparación con las obras pintadas con anterioridad a él), como de su inabarcable contenido moral, que nos confronta con el imperativo categórico del artista.
Severine
La historia de Belle de Jour (1967) es el retrato de la vida de Severine, una mujer burguesa, reprimida sexualmente, que no puede tener relaciones con su marido. Devorada por una infancia de abusos y una rutina que la envenena, su actuación es fría y su aspecto aséptico, ella es como una estatua de belleza gélida. Sin embargo, en sus fantasías es azotada, humillada y poseída brutalmente. La tranquila vida de Severine cambiará cuando descubra los prostíbulos, las maisons de día. Allí es rebautizada con el nombre de Belle de Jour. La importancia del nombre es capital, belle de nuit es una manera eufemística de llamar a las prostitutas; Kessel, autor del libro en el que se basó Luis Buñuel, juega con el nombre; Belle de Jour es una flor que sólo se abre de día. Ella sólo trabaja de dos a cinco. Severine, la mujer que de día lo tiene aparentemente todo, empieza a sentirse liberada cuando sus clientes la incluyen en sus fantasías sexuales de carácter sadomasoquista, incestuoso, de humillación e, incluso, necrofilia.
En Severine, la prostitución deja de ser un problema que afecte sólo a las clases bajas o más desfavorecidas y marginadas de la sociedad, para universalizarse y adquirir un nuevo significado. La prostitución en la película aparece como una liberación para la mujer, es la redención a su vida burguesa y acomodada. En Belle de Jour, la perversión es introducida sutilmente en la vida aparentemente normal de la protagonista, una perversión sólo comparable a la que años más tarde introducirá David Lynch en Terciopelo Azul (Blue Velvet, 1986), donde Dorothy Vallens conserva algo de Severine, ese deseo de sentirse golpeada y humillada, para descubrirse menos sola y más viva, y también menos culpable. Con Belle de Jour parece cobrar sentido la cita del Marqués de Sade: “Crear belleza a partir de la soledad para siempre, no por amor ni desde la libertad. Debes vivir y morir en un calabozo”.
Cabiria
Cabiria, la protagonista de Federico Fellini de Las noches de Cabiria (Le notti di Cabiria, 1956), es una prostituta enamoradiza y soñadora que pasea por las calles en busca de clientes. Ella no tiene chulo, ni lo quiere, el poco dinero que gana lo ahorra. Es una mujer profundamente católica, por eso la vemos acudiendo en romería junto con sus compañeras o entregándose con devoción a una estampita de San Antonio.
Abandonada y empujada al río por su amante en la primera escena de la película, pronto nos damos cuenta de la naturaleza romántica e ingenua de Cabiria. Ella busca el amor verdadero, un hombre que la aparte de las calles. Una noche, Cabiria se dirige a la ciudad de Roma. Allí, su historia casi se convierte en un cuento con final feliz, cuando conoce a un hombre guapo y rico, que resulta ser un director de cine. Sin embargo, ella, que se las prometía tan felices, pronto es invitada a abandonar el lugar. Poco después, se cruza en su camino Oscar, un hombre de cuyos planes nos damos cuenta todos menos la pobre Cabiria que, cegada por sus deseos de amor y de una vida mejor, le entregará todo su dinero y sus esperanzas.
La escena sobre el precipicio, donde Cabiria de repente se ilumina y advierte lo que va a pasar, es tristísima. Ella, consciente de que ha sido engañada una vez más, le implora con desesperación a Oscar que la mate. Él, incapaz, corre con el dinero y la deja abandonada. Y es que “el camino de Cabiria parece consistir en dar vueltas a la noria de la vida sin salir del círculo de engaños al que le conduce su propia inocencia lunática”[3]. En Las noches de Cabiria, Federico Fellini convierte toda la miseria en poesía. Cabiria sale del bosque renacida, como si fuera el ave fénix. Su vida entre tanta miseria, su sonrisa entre lágrimas, son algo que atraviesa la pantalla con tantísima fuerza que sólo puede ser un milagro.
Mamma Roma
Como ya hiciera Federico Fellini en Las noches de Cabiria, Pier Paolo Pasolini retrata magistralmente a las mujeres prostitutas en este filme. El director siempre mostró su cercanía y su afinidad por aquellos que vivían en los márgenes de la sociedad. Pasolini, quien colaboró en el guión de Las noches de Cabiria, profundizó en el tema de la prostitución con su obra Mamma Roma (1962).
Mamma Roma es una prostituta encarnada por la granítica Anna Magnani, que abandona su pueblo tras la boda de Garmine, su chulo, con otra mujer. Se desplaza hacia la ciudad para ofrecerle a su hijo Héctor una vida mejor. La película es una elaborada crítica de Pasolini al sistema político imperante, donde esos descampados, tan presentes en las películas italianas, representan la frontera entre dos mundos. El personaje de Mamma Roma personifica el intento de todos los desheredados de trasladarse hasta la ciudad. Allí luchará en vano, contra el destino y la fatalidad.
Pier Paolo Pasolini nos cuenta esta historia de una manera totalmente fragmentada, interrumpiendo la narración con imágenes que aportan emociones y sentimientos que retratan a los personajes. Estas estampas no parecen pertenecer a la narración. Son como metáforas o añadidos poéticos, que buscan crear otro nivel expresivo más allá de la película. Un buen ejemplo es la bella imagen de Héctor, muerto en la prisión, tendido sobre una mesa, donde la cámara copia la perspectiva que empleó Andrea Mantegna en su cuadro Lamentación sobre Cristo muerto. En ese momento, con este violento escorzo, la muerte se abalanza sobre el espectador y lo agrede. Tras enterarse, el rostro de Anna Magnani, descompuesto, recuerda al de una virgen que ha perdido a su hijo en la cruz. Es como si Pasolini recrease la pasión, como si ofreciera a ese joven, a todos esos jóvenes desheredados en sacrificio, muertos por el desarraigo y la desvinculación.
Mike Waters
Mike Waters representa a esa señorita de Avignon que existe en una postura imposible, el cuerpo de espaldas al espectador y la cabeza girada completamente de frente. Para todo el cine dominado por la hetero-normatividad, Mike Waters es una figura inconcebible. Llama la atención (o quizá no tanto), que en toda la historia del cine las aportaciones “serias” sobre el hombre dedicado a la prostitución sean trabajos realizados por cineastas homosexuales. En 1961, Pier Paolo Pasolini presentaba en Accattone (1961) a un grupo de jóvenes romanos que, en las postrimerías de la postguerra, deambula en un entorno de miseria, acuciados por el paro y por la desestructuración familiar, fatalmente destinados a la delincuencia para poder sobrevivir. Treinta años más tarde, el cuadro es el mismo, variando geográficamente y situando la acción en Portland, la vida de los jóvenes que retrata Gus Van Sant en Mi Idaho privado (My own private Idaho, 1991) es prácticamente la misma. Mike es de Idaho, pero lleva más de tres años prostituyéndose en Portland, tiene narcolepsia asociada a momentos de estrés, y vive con un grupo de jóvenes marginales que se dedican a lo mismo que él.
Mi Idaho privado, una de las películas más interesantes de los años noventa, es un retrato sintetizado del mundo underground. Una película experimental que arriesga al desmarcarse de la supuesta linealidad de la que parte, y que ahonda en la posibilidad de la imagen como unidad narrativa total. Gus Van Sant detiene la acción en varios momentos de la película, cuando las fotografías de los protagonistas hablan desde el expositor de las revistas, y durante las secuencias homo-eróticas sin movimiento, a modo de fotografías instantáneas, donde la actuación no existe y es sustituida por la re-representación del acto sexual mediante imágenes congeladas. El movimiento, que tan importante y definitorio ha sido para el cine, se deja de lado, para intuirlo y subyugarlo a la fuerza de la imagen. En estos momentos el director parece decir: no importa la sensación de tiempo, sólo importa que algo está sucediendo. El estilo cruel del filme se combina con imágenes simbólicas, como la de los peces que van contracorriente, que insinúan la libertad y la vida, o el peluche de Mike, que es una clara alegoría de su infancia y de su inocencia.
Nana
Comienza la película y tenemos una imagen frontal de Anna Karina, unos segundos después una imagen lateral. Como Picasso a una de las señoritas de Avignon, Jean-Luc Godard presenta a Nana en combinación desde diferentes puntos de vista para componer una sola figura. Nana es una joven que quiere ser actriz. Abandonada por su familia, y necesitada de dinero, acabará ejerciendo la prostitución para poder sobrevivir. La historia comienza con una cita de Montaigne que dice: “Préstate a los otros; date a ti mismo”. Y no parece que exista una frase mejor para ejemplificar la vida de una prostituta. En Vivir su vida (Vivre sa vie: Film en douze tableaux, 1962), Anna Karina parece una actriz del cine mudo; las referencias a la Juana de Arco (La Passion de Jeanne d'Arc, 1928) de Carl T. Dreyer, interpretada por Maria Falconetti, son constantes.
En doce capítulos se va desgranando poco a poco el alma de la protagonista. En la película, Jean-Luc Godard experimenta con las formas narrativas. La voz en off se mezcla con los ruidos y los informes sobre la prostitución que aparecen en la pantalla. Vemos pero no escuchamos, escuchamos pero no vemos, el director trastoca el uso convencional de imagen y sonido. Jean-Luc Godard se libera del clásico plano contra plano, y nos sitúa detrás de la gente que habla. Primeros planos de nucas, rostros borrosos en la distancia reflejados en un espejo, el director parece liberar a la cámara de su objetividad para convertirla en sujeto.
Vivir su vida es un ensayo sobre el cine y, en él, Godard parece compartir la inquietud que toda la literatura del siglo XX había mostrado acerca de los límites del lenguaje. Esa inquietud se plasma al introducir al filósofo Brice Parain dialogando con Nana, en donde se refiere al lenguaje como una segunda realidad independiente. Las referencias a la literatura son constantes, llama la atención la frase que aparece en la película, que enuncia: “Yo es otro”, en clara referencia al “Je est un autre” que enunciaba Arthur Rimbaud. Con esta frase sobrecogedora, el autor re-concibe la identidad contemporánea, ése que ya no soy ha dejado de pertenecerme y actúa por propia voluntad; ejemplificando el momento aparece Nana, haciéndose responsable de lo que le ha tocado vivir: elige fumar un cigarro, mover la cabeza, callar o, en último caso, ser prostituta. Como Rimbaud con la literatura o Picasso con la pintura, Godard transformó las relaciones del cine con la vida, y sobre todo de la vida con la vida como antes de ellos había sido concebida.
Si miramos fijamente estos rostros, a estas cinco mujeres, comprobaremos que como prostitutas parten de un mismo origen compartido: la soledad, el abandono, la desesperación y el desarraigo. Todas representan a la misma mujer vista por el espectador desde diferentes puntos de vista, son las múltiples caras en las que se descompone un prisma. Pablo Picasso decía que se debía representar aquello que se sabía de las figuras, no aquello que se ve. Como en Las señoritas de Avignon, la descomposición de estos cinco personajes, y la esquematización de sus cuerpos y del espacio que los inunda, se debe sobre todo a un deseo de los artistas de expresar la idea última que reside en ellos. Son prostitutas, sí, pero dejan de serlo para ser un concepto, un algo más, un yo independiente de ellas mismas que actúa y vive. Lo que importa en esta nueva manera de representar a la que nos enfrentamos, es el concepto. Si Picasso concibió un homenaje póstumo a Carlos Casagemas en Las Señoritas de Avignon, un homenaje a su suicidio por amor, la atmósfera triste, oscura, mortuoria, que inunda las historias de estos personajes es en sí misma otro homenaje, un "memento mori" que nos recuerda la inevitable victoria final de la muerte sobre nosotros, la persistencia de lo funesto, lo fatal, lo que a todos nos iguala por encima del placer carnal y el momento.
[1] SANTOS, Antonio: Kenji Mizoguchi, Madrid,1993, Cátedra.
[2] RINS, Silvia: Las grandes películas asiáticas. Espiritualidad, violencia y erotismo en el cine oriental. Madrid. Ediciones JC Clementine.
[3]PEDRAZA, P y GANDIA,J.L,: Federico Fellini, Ed. Cátedra.
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