En algunos intentos -la mayoría de las veces, doctrinarios- de plasmar de forma fidedigna la completitud de la dimensión humana, la perversión inherente a un medio vendido al poder de las imágenes ha obligado -eso sí, a base de suculentos dividendos- al cine a descender a los infiernos del hombre para funcionar como testigo impudoroso de sus miserias. Es por ello, que todo aquello que produce un bienestar efímero a cambio de la impagable factura de la dependencia ha funcionado, funciona y funcionará como un tema cinematográfico trillado, pero inagotable. De hecho, la provechosa nutriente de las adicciones alimenta a la vez la intensidad seductora de la trama y la psique del personaje, por lo que suele ofrecer el conflicto sin grandes esfuerzos a unos agradecidos guionistas.
Esta amplia gama de adhesiones físicas y mentales que el cine ha convenido en registrar en alguna ocasión, se halla encabezada, en cuanto a su redundancia por ser un elemento de infalible atracción argumental, por las drogas. Será la categoría más extensa de este análisis, mas también la que presenta, por su riqueza en ejemplos, una mayor disparidad de tratamientos y enfoques.
Personalmente, cuando pienso en el binomio estupefacientes/cine mi cerebro suele generar una respuesta automática en forma de (reciente) clásico instantáneo: Trainspotting (Danny Boyle, 1996). Y es que la adaptación de una de las polémicas novelas del escocés Irvine Welsh apenas tardó en convertirse en uno de los hitos que legarían las directrices de la posmodernidad en el celuloide, y por ende, en objeto de culto (muchas de estas atroces cintas sobre la degradación humana han ostentado un vigor sugestivo suficiente como para gozar de una extensa legión de fans). En cierto modo esto se produjo gracias a su anexión al patrón excesivo y verboso que ha venido marcando toda la carrera de Tarantino y que fuera formulado un año antes en Pulp Fiction (1995). Aún así, la mejor cinta del impersonal Boyle, lograba europeizar el modelo y, lejos del efectismo sin más pretensión que la de servir de divertimento visual, lo acercaba al sombrío contexto de una juventud desencantada y a la deriva (a lo que contribuía su rabiosa banda sonora) sobrepasando, incluso, las expectativas de taquilla.
Al igual que han penetrado en otros universos artísticos como los de la música o la literatura (como reflejan las tramas autodestructivas de The Doors -Oliver Stone, 1991- o Candy -Neil Armfield, 2006), nunca pasaron inadvertidas las relaciones entre cine y drogas al otro lado de las cámaras. Una buena premisa explicativa partiría de que, para filmar una película, lo que mejor debe conocer el director, antes que la técnica, es la propia realidad. Por ello, en aquellos años ochenta herederos del fervor heroinómano de la década anterior, la adicción a esta droga se filmaba desde la sordidez vital del propio consumidor. Valgan como prueba dos míticos ejemplos españoles: el "maldito" Iván Zulueta trasladó sus enfermizas obsesiones cinéfilas regadas de caballo a una de las principales cintas de culto del cine español, Arrebato (1979); mientras que Eloy de la Iglesia, máximo exponente de ese subgénero del drama social apodado cine quinqui que basaba su realismo en la intervención de verdaderos delincuentes callejeros, compartía experiencias dentro y fuera de los rodajes con los protagonistas de El pico (1983), entre otras. Sin embargo, un pasado polémico sirve en el cine, al contrario que en cualquier otro oficio, de publicitaria carta de presentación, como ocurriera con el alabadísimo Martin Scorsese, indultado popular de su sonado affaire con la cocaína en la época en la que se catapultara al estrellato.
Si en algo se ha distorsionado la óptica con la que se trataba un tema tan delicado ha sido en su discreción. Ya cerca de los noventa, una producción independiente le permitió a Gus Van Sant incurrir en él con descaro y duro verismo en Drugstore Cowboy (1989), del mismo modo que Teniente corrupto (Bad Lieutenant, Abel Ferrara, 1992) arremetía contra un exceso de poder en la autoridad que termina por corromper al individuo que lo ostenta (el policíaco, un género donde la inclusión de drogas es hoy prácticamente obligatoria). Sin embargo, con los años, esta sobriedad se ha relajado, dando paso a dos tendencias destacadas. La primera es la del cinismo puro: la antes mencionada Trainspotting abría la veda para reírse de algo que nunca había tenido gracia. Salvo por contadas excepciones como la deliciosamente extravagante Miedo y asco en Las Vegas (Fear and Loathing in Las Vegas, Terry Gilliam, 1998), esta corriente ha terminado por degradarse a causa de múltiples títulos copados de drogas blandas dedicados a un público juvenil sin demasiadas exigencias, donde la presencia de estupefacientes no solo es tolerada, sino sonoramente aplaudida. Inaugurado por las prescindibles películas del dúo cómico Cheech y Chong, este grupúsculo de la tontuna fumeta ha remontado el vuelo gracias al ingenio de artífices de la Nueva Comedia Americana y a producciones como Superfumados (Pineapple Express, David Gordon Green), en la que la aparición de la marihuana se advierte como un mero trámite para presentar una brillante disección de las relaciones sociales modernas.
La otra vertiente tiene un firme propósito moralizante, a través de "malrollistas" modelos como Réquiem por un sueño (Requiem for a Dream, Darren Aronofsky, 2000) o Traffic (Steven Soderbergh, 2000), cuyos discursos, pese a demostrar una gran eficacia en la escritura del conflicto, no parecían ir más allá de los devastadores estragos del abuso (tanto social como políticamente, en el caso de Traffic) con la consecuente pérdida de la dignidad, como ocurría en Christiane F. (Uli Edel, 1981) o en la española Báilame el agua (Josecho San Mateo, 2000), donde la prostitución se antojaba la mejor opción para conseguir un último chute.
Pero, no todo iba a ser drogas ilegales. Existen impecables fábulas sobre otras adicciones destructivas como el alcoholismo, el tabaquismo, e incluso, el juego. En el primer caso, la gran pantalla nos regaló hace más de medio siglo un par de espeluznantes cintas que, curiosamente, estaban firmadas por dos de los estandartes de la comedia ligera hollywoodiense: Días sin huella (The Lost Weekend, 1945), de Billy Wilder y Días de vino y rosas (Days of Wine and Roses, 1962), de Blake Edwards. Como sus propios títulos indican, estas historias de desesperación daban cuenta del complicado retorno, tras un inadvertido acceso, de la deprimente rutina de la bebida. Por su parte, aquella gloria cinematográfica que puso un cigarrillo por la boca de cada galán se vio de pronto reemplazada por un puritanismo hostigador. Ese germen de persecución social ha devenido en una coyuntura casi tan más agresiva con el fumador como lo era con el alcohólico, como se puede comprobar en Smoking room (J.D. Wallovits y Roger Gual, 2002), sobre la enorme repercusión que puede tener en una empresa prohibir fumar a sus empleados, o en Gracias por fumar (Thank You For Smoking, Jason Reitman, 2005) que atenta contra la hipocresía política de unas tabacaleras que otorgan primacía a sus intereses en detrimento de la salud pública. Escasos títulos como El gran pecador (The Great Sinner, Robert Siodmak, 1949), proporcionaron una tímida denuncia del juego en el séptimo arte, en parte debido a que la ludopatía no sería considerada una adicción hasta finales de los años setenta.
A estas alturas, el repaso por las adicciones con una mayor cabida en el cine parece haberse desviado hacia una predecible y cansina lista de vicios. Por ello, creo conveniente desechar la dependencia física de las adicciones para aludir tan solo a la psicológica. Así, llegamos a la también muy sobada adicción a la violencia (viendo muchas de las películas de acción de hoy, podría parecer una adicción mucho más frecuente de lo que en realidad es), con otro clásico entre los clásicos, la majestuosa La naranja mecánica (A Clockwork Orange, Stanley Kubrick, 1971). La hipnótica acronía en la que Alex y sus drugos eran felices atentando sin justificaciones contra la sociedad en macabras sesiones a las que denominaban "ultraviolencia", cedió sus cuestionables principios a sucesoras tan polémicas como Asesinos natos (Natural Born Killers, Oliver Stone, 1994), que trasladaba el modelo del star system al ámbito de los más despiadados asesinos en serie. Para concluir este apartado, un ejemplo digno de mención que no llegaba a constituir exactamente una adicción a la violencia, pero sí a un acontecimiento que implica violencia: la pasión por la guerra de la que era presa el sargento William James en la multipremiada En tierra hostil (The Hurt Locker, Katryn Bigelow, 2008).
He querido reservar para el postre, otra de las adicciones más comunes (aunque, ya todas lo parecen) y más polémicas, la de los placeres carnales. En el amplio abanico de posibilidades que se despliega desde el perfil turbador de la reciente Shame (Steve McQueen, 2011) al delirio "salidorro" y políticamente incorrecto de Los sexoadictos (A Dirty Shame, John Waters, 2004), tienen cabida el presunto humor negro de Asfixia (Choke, Clark Gregg, 2008), la autobiografía paródica del cineasta Caveh Zahedi en I Am A Sex Addict (2005), o la "multiadicción" del personaje de David Duchovny (actor que reconociera su adicción al sexo) en la teleserie Californication. Ya en una zona más oscura, las perversiones de cintas como Crash (David Cronenberg, 1996), que se sustentaba sobre la excitación que producía en los protagonistas el riesgo que implica sufrir accidentes de coche o la erótica que se desprendía de los chupasangres de The Addiction (Abel Ferrara, 1995) o de la reciente serie True Blood. Y como colofón al apartado y al artículo, una reconciliadora imagen de adicción complementaria a la sexual, el deseo romántico desorbitado de una encantadora rareza: Quiéreme si te atreves (Jeux d'enfants, Yann Samuell, 2003).
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