A estas alturas de la historia del séptimo arte se antoja trivial decir que el teatro tuvo un papel relevante en su nacimiento como medio. Pero, más correcto sería afirmar que el teatro marcó de manera trascendental la primera evolución del cine. Aún imaginando una absurda y quimérica coyuntura de quiebre entre nuestro presente y su pasado más inmediato, donde no hubiera indicios que determinaran el posible origen de las formas de expresión y de representación modernas, sería muy fácil deducir la relación paterno-filial entre teatro y cine, por su evidente afinidad formal y narrativa.
Tras los primeros experimentos de los hermanos Lumière con el cinematógrafo, que registraban escenas de la vida cotidiana, y antes de la eclosión del modelo de representación de la ficción a partir de la creación del lenguaje fílmico por parte de David Wark Griffith, el cine no era más que teatro filmado. Incluso, existió una célebre tendencia que promovía la adaptación a la gran pantalla de los grandes dramas clásicos.
Hoy en día, como si de una regresión a sus primitivas raíces se tratara, de vez en cuando aparecen propuestas que, ya sean adaptadas, ya no deriven claramente de la dramaturgia, presentan características visuales y narrativas válidas y culminantes para el medio cinematográfico que las vinculan con la tradición teatral. Este conjunto de rasgos de identidad puede establecer una correlación entre este artículo y el que publiqué el mes pasado sobre las road movies estáticas en el que, para definir la circunscripción de este tipo de cine a unas características exclusivas, hacía alusión a la regla de las tres unidades del teatro clásico: espacio, tiempo y acción, que junto al número limitado de personajes con efectos directos sobre ésta y a la firme división de la trama en actos, también constituirán las premisas a tener en cuenta en los ejemplos que desgranaremos a continuación.
Atendiendo a una cuestión cronológica para comenzar, me vienen a la mente dos excelentes títulos, cuya determinación conceptual servirá de bosquejo referencial para los que vendrán después -tanto para los de la historia cinematográfica como para los de nuestro particular repaso. Una de las más clásicas "películas teatrales" puede hallarse en la surrealista El ángel exterminador (1962), de Luis Buñuel, en la que un grupo de burgueses queda atrapado sin motivo aparente en una sala de la mansión a la que fueron invitados a cenar. La súbita extrañeza que causa el impecable guión de suspense satírico-obsesivo, cuya intención no era otra que la de ridiculizar los usos y costumbres de una rimbombante aristocracia hasta hacerla caer en la (irracional, por surreal) catástrofe, no impide apreciar sus rasgos dramatúrgicos -extremos, eso sí-: un protagonismo coral bien concreto y sobrecargado (los personajes solo abandonan la escena saliendo del plano o refugiándose en despensas) y el transcurso de un intervalo de tiempo corto, pero indefinido, dentro de una misma estancia.
Si estas señales se perciben ya desde un vago vistazo, más notorias eran las que tiempo atrás había empleado un viejo amigo del director español, el maestro del suspense Alfred Hitchcok, para rodar La soga (The Rope, 1948), cinta que casualmente comparte país de producción con la de su colega (México). La teatralidad de ésta reside en un rodaje ejecutado, en la medida de lo posible, en un único plano secuencia sobre un exclusivo escenario, emulando la filmación del teatro en los orígenes del cine -aunque, entonces se encuadrara desde un plano general estático. Y digo en la medida de lo posible, porque las cámaras de la época tan solo permitían grabar diez minutos de manera continua, por lo que fueron inevitables algunos cortes que procuraron disimularse haciendo coincidir el final de los rollos con enfoques dirigidos a las zonas más penumbrosas del decorado.
En otro orden, los rasgos teatrales a menudo son evocados a través de localizaciones limitadas. Son bastante comunes las películas que tratan de ubicar por completo su metraje en una sola habitación, aunque no lo hagan de manera estricta, puesto que el cine siempre tiende a aprovechar los estilismos que le permiten diferenciarse del teatro (vean, si no, 127 Horas/127 Hours, Danny Boyle, 2010), como sucede en la ópera prima de Quentin Tarantino, Reservoir Dogs (1992), que recurre de manera constante a unos flashbacks que permiten contextualizar la trama mientras dosifican la información para favorecer el suspense, o en 1408 (Mikael Håfström, 2007), cinta de terror sobrenatural ambientada en la misteriosa suite de hotel que le da título, donde las desmesuradas descargas de efectos especiales restan mérito a un guión que no sabría mantenerse a flote en un espacio tan reducido con un único personaje. Con dos sí lo hace, aunque con un cuestionable gancho de banal erotismo lésbico, el último trabajo de Julio Medem, Habitación en Roma (2010). Elena Anaya y Natasha Yarovenko protagonizan la versión cursi de la pareja que compartía una tórrida noche en la excepcional cinta chilena En la cama (Matías Bize, 2005), donde, además del sexo, se fraguaba una confianza inusual entre dos almas que se descubrían gemelas, desnudándose recíprocamente en materia de deseos, miedos e inseguridades.
Sin embargo, una de las ventajas de los espacios reducidos es su capacidad para funcionar como poderosos catalizadores a la hora de disponer una intriga o misterio. El estimulante thriller La habitación de Fermat (Luis Piedrahita y Rodrigo Sopeña, 2007) situaba un puñado de mentes prodigiosas en una reunión a la que eran convocadas para desentrañar un complejo enigma. Una vez allí, descubrían que la invitación no era más que una trampa para introducirles en un cuarto menguante del que solo podrían salir con vida si resolvían con tino y premura los acertijos que se les iban planteando. O también entiendo oportunos los casos de anfitriones asesinados, donde todos los asistentes a sus convites (una vez más, invitados en una propiedad ajena) son sospechosos. Como es natural, en estas películas, cuyo objetivo es la resolución del secreto homicidio, se suele jugar con la entrada y la salida de unos personajes que se acusan entre sí en función de su situación espacial, al tiempo que delimitan con sus movimientos la configuración temporal y espacial de las escenas. Como ejemplos reseñables, todo tipo de adaptaciones de novelas policíacas, como las célebres de Agatha Christie (Diez negritos/And Then There Were None, que cuenta con tres versiones: 1945, 1965 y 1974, dirigidas por René Clair, George Pollock y Peter Collinson, respectivamente, y cuya premisa influyó notablemente en el suspense contemporáneo) y algunas de sus más populares parodias, como el lúcido homenaje al género que brinda Un cadáver a los postres (Murder by Death, Robert Moore, 1976) o la sarcástica El juego de la sospecha (Clue, Jonathan Lynn, 1985), que copia la referencia de la anterior con el imaginario del juego de mesa Cluedo.
Lo cierto es que el ecléctico filme de Robert Moore es una verdadera pieza teatral filmada -escrita por el dramaturgo Neil Simon-, por lo que aprovecharé la ocasión para mencionar aquellas sencillas (por ser más reconocibles) obras que han sido trasladadas con éxito al celuloide, manteniendo intacta su esencia y, por tanto, reconocibles sus atributos teatrales. Sirvan como modelos las francesas 8 mujeres (8 femmes, 2002), una comedia musical de enredo y misterio adaptada por el "Almodóvar francés" (por su devoción por las cintas protagonizadas por mujeres y bañadas por una sexualidad latente), François Ozon, del original de Robert Thomas, o La cena de los idiotas (Le dîner de cons, Francis Veber, 1998), una descacharrante cinta sobre la crueldad y la hipocresía del hombre hacia sus semejantes que su propio director escribió para teatro -y de la que hace poco se ha rodado una versión en Hollywood. En España, uno de los más recientes casos es el de El método (Marcelo Piñeyro, 2005), basada en la obra El método Grönholm, de Jordi Galcerán, en la que siete aspirantes a un puesto de trabajo participan en una intensa y desleal dinámica de grupo. En esta ocasión, la dura crítica al mercado laboral sobre la que ahondaba el original, fue suplantada por la exaltación del individualismo y el egoísmo en la adaptación. Sobre esta última se filmaría una tercera versión, la británica Exam (Stuart Hazeldine, 2009), mucho más oscura que sus predecesoras e influenciada por el concepto de "supervivencia didáctica" que propugna la desagradable saga de Saw (2004-2010).
Adaptaciones aparte, no me gustaría finalizar este estudio sin incluir uno de los títulos que mejor representan la intrusión del teatro -en su sentido más estricto- en el cine que se puede ver en la actualidad: Dogville (2003), uno de los atrevidos ensayos del polémico ególatra Lars Von Trier (hoy de nuevo en la palestra por volver a liarla en Cannes) dentro del movimiento Dogma 95, que él mismo cofundara junto a los también directores daneses Thomas Vinterberg, Soren Kragh-Jacobsen y Kristian Levring. En realidad, este filme dividido en capítulos se podría tildar de sugerente apología del teatro con toda la razón del mundo; la extremada austeridad en la decoración de todo un pueblo, que no es más que un dibujo a tiza sobre el suelo de un estudio, configura el llamativo rostro de una película que ha devuelto a la dirección de actores su patrón más clásico. Tan solo la extradiegética música de Vivaldi y la dramatización de los encuadres propia del cine, impiden una completitud teatral. Sin embargo, su actualidad no deja de ser una prueba irrefutable de que la dramaturgia todavía está demasiado viva como para pensar en su ocaso.