El cine, dice André Bazin, sustituye nuestra mirada por un mundo más en armonía con nuestros deseos.
Jean-Luc Godard, prólogo de El Desprecio (Le mépris, 1963)
En una de las entradas de su blog del New York Times llamado "Zoom", el documentalista norteamericano Errol Morris (un insistente perseguidor cinematográfico de la verdad) discute y reflexiona sobre las diferencias y similitudes entre los conceptos de la mentira y el engaño. Si bien ambas palabras mantienen varias semejanzas en sus significados, Morris insiste en remarcar la diferencia entre una y otra. Uno de los elementos en los que se basa para llevar a cabo su análisis consiste en una historia bíblica tomada del Antiguo Testamento, la de José, el hijo predilecto de Jacobo, a quien sus hermanos vendieron como esclavo a unos mercaderes por los celos y la envidia que ocasionara en ellos una túnica que su padre le había obsequiado especialmente. Los hermanos de José tramaron un plan para hacer creer a su padre que su hijo favorito había sido devorado por un animal salvaje. Para tal fin, decidieron sacrificar a una cabra y empaparon la túnica de José con la sangre del animal. Luego se acercaron a su padre, quien tan solo con ver la túnica que hubiera realizado para su hijo manchada con sangre, arribó por sí solo a la conclusión de que éste había sido devorado por las fieras. Morris destaca un punto interesante de esta historia. Los hermanos de José, a juzgar por la descripción que hace el pasaje citado del Antiguo Testamento, no dicen en ningún momento que su hermano ha sido asesinado, sino que se valen de un elemento visual (la túnica ensangrentada) para que su padre llegue por su propia cuenta a esa conclusión. Es en este aspecto del relato donde Morris establece la diferencia puntual entre la mentira y el engaño. La primera debe ser dicha, mencionada verbalmente para asumirse como tal (previo conocimiento consciente de la verdad por parte de quien la pronuncie). La segunda, en cambio, es de orden visual, y no implica necesariamente el ejercicio de la mentira, en la medida en que las palabras no medien para forzar su sentido. Si nos atenemos a esta conclusión, podríamos considerar que el cine, arte visual por excelencia, guarda más relaciones con el engaño que con la mentira.
Todo paraíso artificial que se precie de tal debería tener muy presente este concepto del engaño a la hora de edificar un espacio confortable donde tergiversar la noción de realidad. Y si de paraísos artificiales y engaños se trata, el cine nos ha ofrecido variados ejemplos de ellos. Sería importante destacar que el paraíso, por más falso o artificial que pueda ser, no debe dejar de ser un lugar reconfortante donde resulte muy placentero estar, aunque mas no sea por unos breves instantes y la desilusión (o mejor dicho, el desengaño) se nos haga presente al final del camino.
En Bowfinger (1999), comedia escrita por Steve Martin y dirigida por Frank Oz, tenemos a un fracasado director de cine (el mismo Martin) que ante la lectura de un ridículo guion de ciencia ficción escrito por su contador llamado Gotas Gordas (sobre una invasión extraterrestre llevada a cabo en la Tierra por medio de gotas de lluvia), decide filmar una película contando con la participación de la máxima estrella del cine de acción de Hollywood, Kit Ramsey (Eddie Murphy, en la que quizás haya sido su última participación memorable en una película). El problema está en que Bowfinger no cuenta con los medios, ni los contactos ni los recursos necesarios para llevar a cabo semejante emprendimiento, por lo cual decide hacerle creer a su pequeño grupo de actores y técnicos -igualmente frustrados y soñadores- que Kit Ramsey ha accedido a filmar la película, con la condición de que el elenco no intente establecer un trato personal con él fuera de cámaras. Para sostener esta mentira (verbal), el director se vale de todo tipo de artimañas (visuales) tales como las de filmar clandestinamente a la superestrella en cada una de sus apariciones públicas. Es así como Ramsey, prepotente, iracundo y con una marcada paranoia hacia los extraterrestres, se verá envuelto en bizarras circunstancias en las que agentes del gobierno, femmes fatales, policías alienígenas y una heroína líder de la resistencia lo acecharán repentinamente con sus absurdas intervenciones y líneas de diálogo en garajes, restaurantes y muchos otros espacios públicos. En el medio tendremos a inmigrantes mexicanos ilegales devenidos en cinéfilos de ley (conversaciones sobre El Ciudadano y La Naranja Mecánica incluidas), una inolvidable carrera para cruzar una autopista en medio del tránsito pesado, perros con tacones altos en las patas para sonorizar pisadas, una extraña organización llamada Mind Head que asesora mental y espiritualmente a Kit Ramsey ante sus crecientes fobias y paranoias, una ventajista y trepadora actriz del interior del país (Heather Graham) que no dudará en acostarse con quien más le convenga, un auto de colección robado a un engreído productor de Hollywood (Robert Downey Jr.), un fetichismo muy particular de Kit Ramsey por las porristas de Los Angeles Lakers, y una emocionante avant-premiére final en primera fila, donde la película ofrecerá los planos más justos y generosos sobre todos los rostros involucrados en ese sueño compartido hecho artificio en la pantalla, base del engaño más noble y cinematográfico de los últimos tiempos.
Muy lejos del cinismo, de la crueldad o del culto al patetismo que pareciera desprenderse de su argumento, Bowfinger termina estando mucho más cerca del sarcasmo y de la crítica despiadada y feroz, poniéndose siempre del lado de los soñadores y acompañándolos en su efímero recorrido hasta el final (Gotcha, suckers!, el memorable one-liner que Kit Ramsey deberá pronunciar sobre la terraza de un edificio para dar fin a la película).
Reivindicación del concepto de cine-guerrilla (filmar cueste lo que cueste y en las condiciones más adversas), celebración del cine clase B como una suma de esfuerzos de equipo y explotación máxima de recursos creativos, aguda crítica al star system (en la construcción del personaje de Kit Ramsey, un prepotente megalómano que cuenta la cantidad de letras K en los guiones para descubrir si son divisibles por tres y de ese modo corroborar que guardan relación con el Ku Klux Klan) y una auténtica muestra de amor por el cine, todo eso edifica este paraíso artificial llamado Bowfinger, faltando agregar que se trata también de una maravillosa puesta en escena del engaño y un compendio de hermosas mentiras, tal como concluye una de las actrices (la gran Christine Baranski), al descubrir el artificio del que formaron todos parte en un tramo de la película. El sueño del realizador y de todo su equipo se encontrará felizmente consumado cuando un camión de FedEx estacione frente a la puerta de su casa y le acerquen el sobre con la oferta para filmar en Hollywood una impresentable película de ninjas (un homenaje casi involuntario a la saga nacional de los Extermineitors, aquellas películas argentinas baratas de fines de los ochenta y principios de los noventa, con Emilio Disi y Guillermo Francella). En el último plano de la película, con Martin y Murphy suspendidos en el aire, se termina de cristalizar la idea de que Hollywood puede ser, al menos por un breve instante, una verdadera fábrica de sueños, siempre y cuando éstos se lleven a cabo al margen del sistema.