Desde los albores de nuestra existencia, el ser humano ha sentido una irrefrenable tendencia a preguntarse sobre todo aquello que le rodea, a explicar el mundo del que forma parte, a discernir lo auténtico de lo falso, lo verdadero de lo simulado. Pero, ¿qué ocurriría si, llegado el momento, descubriéramos que no vivimos en un mundo real, sino en uno fabricado por otro ser, por otros hombres, por un dios que juega con nosotros como si fuéramos las piezas de un tablero de ajedrez? Todas las disciplinas del saber, desde el nacimiento de la Filosofía en la Grecia clásica, han tratado de dar una explicación razonada a nuestra existencia, pero, aunque se han multiplicado las preguntas, no hay respuestas, únicamente más dudas.
Whitehead afirmaba que toda la cultura occidental podría resumirse en una serie de anotaciones a pie de página de los diálogos de Platón, y algo de cierto debía de haber en aquella afirmación, pues ya en el mito platónico de la caverna encontramos, por un lado, un anticipo de lo que muchos siglos después sería el cine, pero, por otro, también una premonición de los mundos virtuales que es capaz de crear la infografía. La literatura, como era de esperar, se ha ocupado de crear otros mundos, otras sociedades y realidades. Lo hizo Platón en la República, pero eso también ocurre en obras como La ciudad de sol, de Campanella, o Utopía, de Tomás Moro. Más recientemente, en el siglo XX, tenemos el ejemplo de 1984, de George Orwell, y Un mundo feliz, de Aldous Huxley, acaso las dos mejores distopías -esto es, utopías en negativo- que se hayan escrito. Además, contamos de igual forma con los universos imaginados por los novelistas del género fantástico -como Tolkien con Tierra Media- y de la ciencia ficción -como Frank Herbert con la saga de Dune-, por no mencionar la obra de dos autores tan imprescindibles para el séptimo arte como el americano Philip K. Dick -Blade Runner (Ridley Scott, 1982) se basa en su novela ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?- y el polaco Stanislaw Lem -Solaris, una de sus mejores novelas, fue llevada al cine por Andrei Tarkovski en 1972-.
Precisamente la exploración de nuevos mundos y otras realidades era la premisa fundamental de una de las vanguardias históricas, el Surrealismo, que, si bien nació como una corriente pictórica y literaria, se ha perpetuado como una tendencia que presta especial atención a lo onírico, es decir, al mundo de los sueños y a todo lo que tenga que ver con el subconsciente. El cine, ya en sus orígenes, con la magnífica aportación del mago -en sentido conceptual y literal- Georges Méliès, demostró una gran capacidad para crear mundos ex novo, o, al menos, para representarlos; y, en los últimos años, con el desarrollo de la tecnología digital, estrechamente relacionada con la realidad virtual, ha explorado esa capacidad creadora y la ha llevado hasta límites insospechados, como hemos podido comprobar en la aparatosa, pero imprescindible, Avatar (James Cameron, 2009).
Aquí nos centraremos, fundamentalmente, en aquellos títulos en los que los seres humanos interaccionan directamente con universos generados por ordenador. Quedan fuera, por tanto, las cintas donde esos mundos son un reflejo de lo que ocurre en nuestra mente -pensemos, por ejemplo, en la interesante propuesta estética de La celda (The Cell, Tarsem Singh, 2000)-, pero también en las películas que tienen que ver con el mundo de los sueños -como Más allá de los sueños (What Dreams May Come, Vincent Ward, 1998) o la cada vez más imprescindible Origen (Inception, Christopher Nolan, 2010), sin olvidarnos de clásicos de todos los tiempos como El mago de Oz (The Wizard of Oz, Victor Fleming, Mervyn LeRoy y King Vidor, 1939) o Alicia en el País de las Maravillas (Alice in Wonderland, Clyde Geronimi, Wilfred Jackson y Hamilton Luske, 1951)-.
La ciencia ficción, aunque ha creado grandes universos de ficción, no siempre ha sustituido la realidad por una imitación, por su reflejo. Del mismo modo, encontramos títulos en los que los protagonistas viven una existencia falsa, en un mundo que no es real, que ha sido concebido, fabricado o manipulado para engañarlos, tal como ocurre en El show de Truman (The Truman Show, Peter Weir, 1998). Hay otras películas, en cambio, en las que un personaje virtual llega a convertirse en un fenómeno de masas, según podemos comprobar en la fallida pero interesante S1m0ne (Andrew Niccol, 2002), cuyo director y guionista también escribió la película de Weir.
En realidad, un mundo virtual no es más que una simulación, una recreación o una copia del mundo real, generada, eso sí, por diferentes procesos informáticos. Ese mundo generado por ordenador puede adoptar como modelo el mundo real o cualquier otro creado por la mente humana -basándose, principalmente, en la pintura, la literatura, los cómics...-, con lo que sus posibilidades son casi infinitas. Acaso la primera incursión del cine en la realidad virtual fue la visionaria Tron (Steven Lisberger, 1982), una película, en su momento incomprendida, hecha con gráficos vectoriales en la que un programador, Kevin Flynn (Jeff Bridges), lograba introducirse en los circuitos del Control Central de Programas y se aliaba con Tron (Bruce Boxleitner), un software independiente capaz de poner en jaque todo el sistema y enfrentarse al temible Sark (David Warner). Tron ha tenido una digna continuación en Tron: Legacy (Joseph Kosinski, 2010), que ha mejorado -digitalmente, por supuesto- los duelos de discos y las carreras con motos de luz, si bien se le podía haber dado alguna que otra vuelta al guion y no repetir, paso por paso, el esquema argumental de la versión original.
Otro título imprescindible para el tema que tratamos es Desafío total (Total Recall, Paul Verhoeven, 1990), aunque en esa película, Douglas Quaid (Arnold Schwarzenegger) no se pasea por un mundo virtual, sino que ha sufrido un implante de memoria que le ha provocado falsos recuerdos sobre su pasado y sobre su propia identidad. No es casualidad que la cinta se base en un relato de Philip K. Dick. Curiosamente, esa misma premisa la encontramos en el segundo largometraje de Alejandro Amenábar, Abre los ojos (1997), y en su remake americano, Vanilla Sky (Cameron Crowe, 2001), aunque ya había aparecido referida a los replicantes de Blade Runner.
Poco a poco, la realidad virtual se va abriendo paso en el séptimo arte y menudean proyectos que la incorporan a su argumento, como ocurre en El cortador de césped (The Lawnmower Man, 1992) y Virtuosity (1995), ambas dirigidas por Brett Leonard. En 1998, se estrena una película, hoy considerada de culto, que mezcla la ciencia ficción con el cine negro y la posibilidad de realidades alternativas. Se trata de Dark City (Alex Proyas, 1998).
Ahora bien, si hay un año que lo cambia todo es 1999, con el estreno de Matrix (Hermanos Wachowski), Nivel 13 (The Thirteenth Floor, Josef Rusnak) y eXistenZ (David Cronenberg). La primera llega a las salas a principios de año y es, sin duda, la que más éxito tiene. Se trata de una superproducción sin precedentes que logra combinar un interesante guion de ciencia ficción con unos efectos visuales espectaculares. Matrix reformuló las posibilidades de este tipo de cine, y, de paso, revolucionó la concepción visual del cine de acción, si bien los Hermanos Wachowski no estuvieron a la altura de la primera entrega en Matrix Reloaded (2003) y Matrix Revolutions (2003), y eso a pesar de sus logros visuales, que no son pocos. El espectador medio conoce de sobra las evoluciones de Neo (Keanu Reeves), Trinity (Carrie‑Anne Moss) y Morfeo (Laurence Fishburne), perseguidos por el implacable, e infinito, Agente Smith (Hugo Weaving). Mucho más discreto fue el paso por los cines de Nivel 13 y eXistenZ, dos títulos que se adentraban en el apasionante mundo de los videojuegos.
En la primera, acompañamos a un programador (Craig Bierko) en su viaje al interior de un simulador que recrea la ciudad de Los Ángeles en 1937. Es una mezcla de cine negro dentro de un mundo virtual, que plantea, además, dilemas tan contundentes como la búsqueda de la verdad, la corrupción del poder o los propios límites de la simulación, algo así como "la frontera digital" de la que hablaba el personaje de Kevin Flynn en Tron: Legacy. La película de Cronenberg, en cambio, es bastante más sórdida, y su protagonista, Ted Pikul (Jude Law), puede entrar a su simulador a través de un biopuerto, algo así como si nos conectáramos una memoria USB en nuestra propia anatomía. Hay ahí un cierto regusto visceral muy del estilo de Cronenberg.
Hemos dejado atrás algunos títulos que también dan cabida a mundos virtuales, como las más lejanas Johnny Mnemonic (Robert Longo, 1995), basada en un relato de William Gibson, que fue quien acuñó el término "ciberespacio", Días extraños (Strange Days, Kathryn Bigelow, 1995) o Avalon (Mamuro Oshii, 2001); pero también películas más recientes, como Ben X (Nick Balthazar, 2007) y Gamer (Mark Neveldine y Brian Taylor, 2009). Sin embargo, parece que, de ahora en adelante, la recreación de mundos virtuales pasará necesariamente por la tecnología 3D.
El 3D de nuestros días ha sido posible gracias a innumerables esfuerzos, trabajos y logros, pero hay dos nombres propios asociados de manera indisoluble al 3D actual, James Cameron y Robert Zemeckis. Por caminos distintos (Zemeckis ha trabajado sobre todo la animación, Cameron la imagen real; Zemeckis ha optado por la profundidad, Cameron, no tanto), los dos llevan casi una década explorando las posibilidades de este nuevo formato. En la carrera de Cameron, el documental Ghosts of the Abyss (2003) supuso un auténtico punto de inflexión, pues era su primer trabajo en 3D, con un sistema de cámaras que él mismo ayudó a diseñar: el Pace Fusion, que une dos cámaras Sony HD (y después el Fusion Camera System, una cámara estereoscópica de Alta Definición que permite el rodaje en 3D). En la segunda parte de Ghosts of the Abyss, en la reconstrucción del Titanic mediante la infografía, ya se adelantaba algo acerca de la animación digital en 3D, pero quien lo desarrolló plenamente fue Robert Zemeckis en The Polar Express (2004), y después en títulos como Monster House (2006, aunque dirigida por Gil Kenan), Beowulf (2007) y Cuento de Navidad (A Christmas Carol, 2009).
Si el 3D tuvo su arranque con lo que hoy ya se denomina "fenómeno Avatar", su futuro está ligado a las películas de animación y a lo que ocurra con Avatar 2 y Avatar 3, películas en pre‑producción cuyo estreno está previsto para 2014 y 2015, respectivamente. Parece, por tanto, que el futuro de los mundos virtuales en el cine ha quedado en manos de James Cameron, a quien pertenecen las siguientes reflexiones: "Creo que el cine no se va a pasar al 3D por completo de la noche a la mañana pero, desde el momento en que tiene que ver con nuestra percepción del mundo, su implantación definitiva creo que está asegurada".