El pasado mes de mayo, Cannes celebró su 62º Festival Internacional de Cine. En sus orígenes, este evento sirvió para atraer turistas ávidos de lujo a la ciudad y para potenciar los negocios de la industria cinematográfica. Hoy tiene un significado y una notoriedad mayores. Además de erigirse como el festival más prestigioso del celuloide, constituye un escaparate ideal para obras desconocidas con escasa proyección fuera de su país de producción -generalmente, del llamado cine periférico-, películas a las que muchos colocarían la etiqueta "de culto". Gracias a Cannes, estas películas pueden llegar a un público más amplio, así como obtener el reconocimiento que merecen.
Este comentario inicial se debe a la cantidad de premios cosechada en esta ocasión por el no ya emergente, sino casi consolidado nuevo cine asiático. Mención especial cabe para el ganador del Premio al Mejor Director, Brillante Mendoza, el prolífico realizador -ocho películas en menos de cuatro años- de Kinatay, un innovador thriller filipino que generó opiniones muy dispares entre la crítica. Para algunos, su film pretende hacer una revisión del género; para otros, no es más que un espectáculo vacío que rebosa una presumida artificiosidad.
El chino Lou Ye fue otro de los agraciados, consiguiendo el Premio al Mejor Guión por Spring Fever, un muy explícito drama de temática homosexual. El último descubrimiento asiático galardonado que queda por citar es Thirst, ganadora de uno de los Premios del Jurado. Se trata del esperado trabajo del acreditado Park Chan-Wook, un filme de terror vampírico que gira en torno a los supuestos poderes curativos de un sacerdote.
Es natural, ahora, el planteamiento de una más que razonable duda. El dilema se encuentra en si de verdad el nuevo cine oriental ha sabido añadir buenos condimentos a su habitual envoltorio original y atractivo para revelarse como un cine contundente, profundo y de calidad o, si mas bien, lo que se esconde detrás de las condecoraciones y los elogios a los nuevos cines periféricos, no es sino una estrategia comercial del Festival, por volver a recuperar esa etiqueta independiente que poco a poco ha ido descuidando. Tratemos de hacer un esfuerzo por no pensar mal.
Dejando a un lado la cuestión asiática, en lo que respecta al resto de los premios, nada que se desviara mucho de lo esperado, sobre todo en los principales. La Palma de Oro fue para Das Weisse Band, del polémico Michael Haneke, algo no muy difícil de predecir ya que el jurado estaba presidido en esta ocasión por una de sus actrices fetiche, Isabelle Huppert. Los trabajos de Tarantino y Von Trier también consiguieron sendos reconocimientos al Mejor Actor (Christoph Waltz) y Mejor Actriz (Charlotte Gainsbourg), respectivamente. Siendo benévolo con sus paisanos, el jurado se preocupó por barrer para casa. El drama carcelario Un prophète, del siempre sorprendente Jacques Audiard, se hizo con un merecido Gran Premio del Jurado y uno de los más productivos fundadores de la Nouvelle Vague todavía en activo, Alain Resnais, obtuvo el Premio Especial del Festival en homenaje a una inigualable carrera.
Por último, conviene reseñar dos propuestas revelación no muy tenidas en cuenta por la prensa a la hora de publicar el palmarés de esta edición, pero dignas merecedoras del reconocimiento de un jurado sorprendido: Arena, de Joao Salaviza, ganadora de La Palma de Oro al Mejor Cortometraje y Samson and Delilah, de Warwick Thornton, que obtuvo la Cámara de Oro a la Mejor Ópera Prima.
Este año, Cannes absorbió la atención de los medios españoles por las publicitadísimas nominaciones logradas por Los abrazos rotos, de Pedro Almodóvar y Mapa de los sonidos de Tokio, de Isabel Coixet. Además, la mitológica Ágora, de Alejandro Amenábar se incluyó en la exhibición de la Sección Oficial, fuera de la Competición, junto a otras cuantas obras españolas. El lugar que esta mención ocupa en el presente artículo es sinónimo de los resultados cosechados por nuestros compatriotas (tan sólo un mísero Premio Vulcano a los Artistas Técnicos para el film de Coixet), cuya presencia en el certamen ha repercutido en la prensa poco más allá de un acalorado y verboso cruce de despropósitos entre Almodóvar y el crítico Carlos Boyero.