Hablar del cine italiano remite, en primera instancia a una época gloriosa, que paradójicamente no se debe a la magnificencia de los decorados ni al despliegue técnico de sus obras, ni a la versatilidad de sus actores... El Neorrealismo atraviesa la historia del cine italiano, de manera tal que todo lo realizado antes y después de los años cincuenta, en que se desarrolla ese movimiento fundamental, es parte de una estructura satelital que permanece anclada a ese eje vertebral.
Ese movimiento, nacido del trauma coyuntural de la segunda posguerra mundial, que dejó al país y a la industria cinematográfica sumidos en una miseria catastrófica, resurge de sus cenizas, gracias a un ánimo político de izquierdas para brindar obras con una estética realista, arañada de los medios a su disposición (luz natural, actores inexpertos, guiones inspirados en la realidad más palpable...), que influirá en el cine mundial y será inspirador de otras cinematografías europeas y latinoamericanas.
Imposible no acudir a los dos ejes en que se da la discusión entre los realizadores y críticos, fundamentalmente centrada en, por un lado, aquellos que estaban por la representación de la realidad más cruda (Ladrón de bicicletas, El limpiabotas y Umberto D, de Vittorio De Sica; Alemania año cero, Roma, ciudad abierta y Paisà, de Roberto Rossellini) o, por el otro, aquellos que buscaban en la estilización de la pobreza vetas poéticas (La terra trema, Bellissima, de Luchino Visconti y Arroz amargo, de Giuseppe de Santis).
Si el Neorrealismo sirve de eje vertebral al cine italiano, hablar de épocas anteriores nos lleva a otro género que es menor, pero sintetizador del cine más frívolo y hueco que ha producido el país. Me refiero al cine de la época fascista, denominado "de teléfonos blancos" (El señor Max, Grandes almacenes, de Mario Camerini). Su nombre proviene de los decorados ampulosos, con grandes escalinatas y pesados cortinados, donde el teléfono blanco era un artículo más del lujo que ostentaban los ambientes de este cine, que vio la luz a finales de la década del 30 y comienzos de la del 40. Una época de gran euforia, donde las colonias abastecían a la península y los italianos se recreaban con estas historias banales para no darle la cara a los aires de guerra que comenzaban a llegar desde el resto de Europa.
Posterior al Neorrealismo, el cine italiano ofrece un panorama infinito de temas que nos han mostrado a los italianos en lo que más saben hacer: por un lado, reírse de sí mismos, y por el otro, reflexionar políticamente. En el primer caso, el cine italiano se abisma en la comedia para mostrar el exceso, donde muchas veces la sátira y la procacidad se dan la mano, pero que marcan casi tres décadas de un cine de entretenimiento con una dura crítica social subterránea (Il Sorpasso y Los monstruos, de Dino Risi; La armada Brancaleone, de Mario Monicelli; Brutos, sucios y malos, de Ettore Scola o La gran comilona, de Marco Ferreri). En el segundo caso, no podemos alejar nuestra mirada de dos décadas emblemáticas, la de los sesenta y setenta, en las que brillan autores como Elio Petri (La clase obrera va al paraíso e Investigación de un ciudadano libre de toda sospecha), Liliana Cavani (La piel, Portero de noche), Giuliano Montaldo (Sacco y Vanzetti), Gillio Pontecorvo (La batalla de Argelia) o Damiano Damiani (Confesiones de un comisario), entre tantos otros.
Quizá más marginal y localizado sea un género copiado de la gran usina que es el cine norteamericano, pero que en Italia tomó, sobre todo de la mano de Sergio Leone (Érase una vez en el Oeste, Por unos dólares más, El bueno, el feo y el malo), un carácter muy especial. Me refiero al spaghetti western, ese cine de vaqueros casi siempre musicalizado por Ennio Morricone, en el cual se detendrá Javier Moral.
Y si de marginalidades hablamos, no podemos dejar de mencionar el cine de terror, que a veces alcanzaba cotas bizarras, como el que solían dirigir Mario Bava (La máscara del demonio, Las tres caras del miedo) o Darío Argento (Rojo oscuro, El pájaro de las plumas de cristal).
He dejado casi para el final a los verdaderos Monstruos del cine italiano (parafraseando aquella película de Dino Risi que retrataba a la sociedad italiana, a través de pequeñas historias de la Roma de los sesenta, interpretadas por iconos como Vittorio Gassman y Ugo Tognazzi). Aquí caben los grandes nombres. Verdaderos artistas y maestros: Luchino Visconti (Ossessione, Muerte en Venecia, Senso...), Michelangelo Antonioni (La aventura, La noche, El desierto rojo...), Pier Paolo Pasolini (Accattone, Mamma Roma, Decameron, Saló...), Federico Fellini (La Strada, La dolce vita, Ocho y medio, Amarcord...), Bernardo Bertollucci (Novecento, La luna, El cielo protector, Los soñadores...) y Ettore Scola (Brutos, sucios y malos, Un día particular, La terraza...). Cada uno de ellos merece un dossier especial. Han traspasado las fronteras de la península para instalarse en la historia del cine mundial. Han sentado cátedra y por ello se han convertido en verdaderos clásicos. Han sido los indiscutibles autores de los que hablaba la Nouvelle Vague y son quienes dejarán huella para las generaciones posteriores.
En el Investigamos de este mes, hay un espacio para estos grandes: Cristina Bringas se ocupa de un aspecto del cine de Pasolini y Paula Segovia se extiende sobre una Roma vista a través de los ojos de Federico Fellini y Ettore Scola.
Una camada actual de cineastas (Marco Bellochio, Gianni Amelio, Nanni Moretti, Giuseppe Tornatore, Gabriele Salvatores, Roberto Begnini...) tratan de remontar una cinematografía que permanece algo estancada, narrando historias que siguen siendo sensibles al espectador, pero sin que puedan lograr sacudirse las antiguas estructuras para imponer aires innovadores que tanta falta le hacen al cine italiano.
Quedan espacios infinitos sin cubrir, porque el cine italiano ofrece una cantera inabarcable de temas, autores y films para detenerse, regodearse y disfrutar. Aquí sólo ofrecemos una mirada sesgada, muy sesgada, sobre un cine que siempre tiene un panorama inconmensurable para ofrecer.
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