El unánime descontento generado por la crisis mundial que estamos atravesando ha terminado concurriendo en numerosos levantamientos populares, promovidos en su mayoría por unos jóvenes concienciados y su utilización común de las redes sociales como herramienta masiva de comunicación y convocatoria. No solo los países árabes han servido de ejemplo de eficacia con la constancia de un pueblo hastiado para derrocar a un dictador, sino que también la juventud acomodaticia europea ha agotado su paciencia para con sus gobernantes y se ha lanzado a las calles para exigir un cambio de manera pacífica (contando con su mejor paradigma por el momento, en el silenciado caso de Islandia).
El caso español, el más cercano a mí, fue promulgado por plataformas "apartidistas" como Democracia Real Ya y se concretó en el llamado movimiento del 15-M, focalizado en una acampada en la plaza madrileña de Sol que ha durado un mes, antes de trasladarse a los barrios. Sin entrar a valorar la dimensión política de un propósito admirable y muy válido, cuya madurez quizá debiera pasar por concretarse en el futuro como una auténtica alternativa electoral, mi intención es centrarme en los ecos puramente cinematográficos -sin sesudas disertaciones sobre ideologías ni doctrinas- que podrían desprenderse de ciertas iniciativas juveniles, no similares, pero sí de hondo calado. Y es que la ideología y el proceder revolucionario de los jóvenes durante la segunda mitad del siglo XX han servido de prolífica fuente de recursos temáticos en lo que al séptimo arte respecta, tradicionalmente a través de la representación del fenómeno de las tribus urbanas.
Bien es cierto, que muchos de estos grupos y movimientos sociales se han ligado históricamente al uso injustificado de la violencia para reivindicar sus posturas. Aunque otras veces, no se ha tratado más que de un símbolo de filiación (irracional, por no atender a motivos) de una comunidad. En cualquier caso, y por similitud, la protesta pacífica es el rasgo que mejor ha definido el carácter de los "indignados" (como se ha convenido en denominar en España a los manifestantes del 15-M), por lo que comenzaremos con un movimiento que, aún con aspiraciones dispares (por el contexto en el que surgió), condena por igual el uso de la violencia coercitiva: el hippie. Pese a su modernidad, Hair (Milos Forman, 1979), la adaptación del musical homónimo de Broadway, se suele considerar el clásico hippie por antonomasia. El movimiento, como queda patente en la cinta, se fraguó en los años sesenta entre las clases acomodadas americanas que, en su rechazo incondicional de las armas, se oponían a la guerra de Vietnam. Pese a las buenas intenciones, su actitud no fue bien vista, pues, como es sabido, siempre estuvieron relacionados con el abuso de las drogas, en especial de la marihuana y del LSD, y con una concepción libre del amor, que escandalizaba al sector más conservador de la sociedad (del que, paradójicamente, procedían).
El uso de drogas ha sido otra constante en la definición de muchas tribus urbanas o, por lo menos, en sus representaciones más habituales. La aclamada miniserie argentina Okupas (Bruno Stagnaro, 2000), protagonizada por una heterogénea pandilla de jóvenes que por circunstancias casuales terminaba ocupando un piso abandonado, no aludía al movimiento okupa de una manera rigurosa (puesto que, de por sí, el movimiento se caracteriza por no ajustarse a un perfil ideológico concreto). En su lugar, se dedicaba a detallar con una sórdida moralina las causas que podían desencadenar un precipitado descenso hacia la podredumbre y las miserias del parásito social: las malas compañías, la inoperancia y, de nuevo, las drogas.
Con todo, el movimiento okupa nunca gozó de una presencia relevante en el cine ni en la televisión, algo que, sin embargo, sí se produjo con los punks o los skins, y además desde muy diversas ópticas. También desde un duro contexto de marginalidad y con la intervención de grandes figuras del panorama musical punk (en realidad, el movimiento viene a ser el sustrato que queda bajo su estilo musical), Suburbia (Penelope Spheeris, 1984) hablaba de la inviabilidad de que un grupo antisistema encajara de una forma coherente en la sociedad. Desde el desenfado que concede un gamberrismo más socarrón, SLC Punk! (James Merendino, 1998) se atrevía a sentar las bases de la ideología. Como la tribu tendió a agrupar credos muy diversos con el único denominador común del malestar frente al establishment de la sociedad contemporánea, la cinta se veía en la obligación de forzar sus preceptos hacia una escisión contextualizada en una época y una zona determinadas: el anarco-punk de mediados de los ochenta en Salt Lake City (Utah, EUA). El resultado fue algo parecido a lo que se procuró en la más reciente Loren Cass (Chris Fuller, 2006), ambientada en la Florida finisecular. Y ya en el extremo de la desvergüenza, mas con una intención de simpático disparate, se encontraba el Londres de los ochenta, caricaturizado mediante el inconciliable hatajo de estudiantes que compartían piso en la serie de culto británica The Young Ones (1982-1984) y que contaba con representantes de las más dispares tribus urbanas: un hippie depresivo, un punk agresivo, un anarquista alienado y un pijo autoritario.
Otras perspectivas fílmicas se han limitado a explorar otras posibilidades de esta (contra)cultura, como su expresión musical (de The Ramones, en Rock and Roll High School, Allan Arkush, 1979) o su desarrollo imaginario en un entorno distópico (Repo Man, Alex Cox, 1984). Como veremos más adelante, las distopías que propone la ciencia-ficción son una buena base para introducir el germen del antisistema.
Una de las tribus urbanas más peculiares, por su pulcro cuidado de la estética, fueron los mods, aparecidos en Inglaterra a finales de los años cincuenta. Ataviados con elegantes trajes hechos a medida y unas anchas parcas verdes, lucían unos pluscuamperfectos flequillos y conducían vespas provistas de un buen surtido de espejos retrovisores. Igual que Hair lo hiciera para los hippies, Quadrophenia (Franc Roddam, 1979) se convirtió en su particular himno fílmico. Tomaba el nombre y el argumento de una ópera rock de álbum doble de The Who: Jimmy es un joven mod de vida gris, cuya única vía de escape a sus problemas son los excesos que lleva a cabo con su banda. La violencia (en su inseparable cóctel con el sexo y las drogas) vuelve a actuar como lamentable seña de pertenencia a un grupo, plasmada en una apocalíptica secuencia final, la batalla campal del festival de Brighton contra los rockers, sus eternos rivales.
La inherencia de la violencia a las tribus urbanas no es un fenómeno demasiado reciente en el celuloide. Ya el maestro Stanley Kubrick puso la semilla de la explicitud con La naranja mecánica (A Clockwork Orange, 1971), y Francis Ford Coppola recogió su cosecha para alimentarla sensualmente en 1983 con dos trabajos, La ley de la calle (Rumble Fish) y Rebeldes (The Outsiders), constatando la consagración de toda una generación de actores entre los que se encontraban Matt Dillon, Tom Cruise, Patrick Swayze, Diane Lane o Mickey Rourke. Sin embargo, surgió en el cine otro tipo de violencia callejera vinculada a un componente ideológico que entroncaba de un modo mucho más inmediato con las tribus urbanas: el racista. En este sentido, se antoja imprescindible citar como referente el musical West Side Story (Robert Wise y Jerome Robbins, 1961) que giraba en torno a las consecuencias de la inmigración, traducidas en unas cruentas peleas entre los sharks, de origen puertorriqueño y los jets, de antepasados europeos, en los albores del Manhattan multicultural que conocemos hoy. Ni qué decir tiene que el racismo constituyó la excusa perfecta para inmiscuirse en la recreación de la corriente skin. La corta edad a la que suele producirse la incorporación a las bandas fue el punto de partida sobre el que Shane Meadows escribió This is England (2006), película que tiene como objetivo la denuncia de la corrupción de esta corriente en los primeros años ochenta en Gran Bretaña, pasando de ser una especie de subcultura con un marcado patrón estético y musical, descendiente natural del atribuido a los mods, a una doctrina inundada de imágenes racistas.
Una de las versiones más putrefactas del skin, el neonazi, ha protagonizado un buen puñado de ejemplos cinematográficos, hallando uno de sus más acertados exponentes en la escalofriante interpretación de Edward Norton en American History X (Tony Kaye, 1998). El filme ponía de manifiesto la citada influencia que ejercen los miembros mayores sobre los jóvenes recién iniciados mediante una estrecha relación fraternal, algo parecido a lo que ocurría en La ley de la calle. No obstante, la violencia grupal no tiene por qué atender a un pensamiento definido. Y es que, aunque se tienda a vincular el movimiento neonazi con desastrosos episodios como los que genera a menudo el "hooliganismo", no siempre presenta un enlace ideológico claro; Awaydays (Pat Holden, 2009) seguía por los estadios de fútbol británicos las peleas sabatinas de un grupo de jóvenes de aspecto a medio camino entre los mods y los skins; mas, esta tropa respondía al único precepto de "la violencia por la violencia".
Dejando a un lado la noción original de las tribus urbanas, a menudo el cine se ha encargado de proponer quimeras, casi en exclusiva dentro del género de la ciencia-ficción -y adaptados de un original literario- a los que solo se podría acceder gracias a meticulosas organizaciones clandestinas antisistema que ejercieran una suerte de terrorismo social (en oposición al trastorno impulsivo de Travis Bickle en Taxi Driver, Martin Scorsese, 1976). 12 monos (12 Monkeys, Terry Gilliam, 1995) e Hijos de los hombres (Children of Men, 2006) serían sus paradigmas más improbables, por presentar unas coyunturas donde la raza humana se encuentra próxima a su extinción. Pero, El club de la lucha (Fight Club, 1999) y V de Vendetta (V For Vendetta, James McTeigue, 2006), con un contexto más asequible, recogen una interesante revolución contra el poder que cuestiona el régimen de valores dominantes en los ámbitos filosófico y político (algunos de los indignados españoles lucían la máscara de Guy Fawkes). Todos los esfuerzos convergen en la búsqueda de un ideal al que hoy seguimos y seguiremos aspirando, aunque gracias a movimientos como el 15-M quizá lo tengamos un poquito más cerca.