Lo hemos podido comprobar en infinidad de películas: hay una serie de características que todo malvado que se precie debe cumplir si pretende dejar memoria amarga de sí. Un buen villano siempre es más listo, más fuerte, más rico..., en definitiva, mejor, en casi todos los aspectos, que el héroe al que se enfrenta. Afortunadamente, los malos del cine suelen tener un punto débil, su propia megalomanía, que se manifiesta de muy diversas formas, pero que, con frecuencia, se traduce en prolijas explicaciones sobre sus planes para dominar el mundo. Esa circunstancia les hace perder un tiempo precioso que el héroe y su compañera suelen aprovechar para liberarse de sus ataduras y arruinar esos pérfidos planes.
Ahora bien, hay muchos tipos de malvados y muchas formas de presentarlos sobre la pantalla. Así, por ejemplo, en Sospechosos habituales (The Usual Suspects, Bryan Singer, 1995) asistimos a la construcción de un villano in absentia al que realmente no llegamos a conocer, salvo por los testimonios -muchas veces indirectos- de los personajes, que llegan a dudar de su existencia. Lo que queda es un enigmático nombre, Keyser Söze, un turco de ascendencia alemana, y una historia de pérdida y violencia. Sospechosos habituales, en realidad, enmascara un giro inesperado, una genial trampa que se convierte en uno de los mejores finales de la historia del cine reciente. Como afirma el personaje de Roger "Verbal" Kint (Kevin Spacey), "el mejor truco del diablo fue convencer al mundo de que no existía".
De todas maneras, casi peor que Söze es ese otro malvado al que el teniente Exley (Guy Pierce), en L.A. Confidential (Curtis Hanson, 1997), denomina Rollo Tomasi, un pequeño delincuente sin identidad, sin rostro, que siempre se escapa de la policía, pero que al teniente Vincennes (Kevin Spacey) le sirve para tenderle una trampa al capitán Dudley Smith (James Cromwell). Y es que, no en vano, el nombre resulta importante a la hora de caracterizar a un auténtico villano, tanto que, en ocasiones, el mero hecho de pronunciarlo puede resultar peligroso, tal como ocurre en la saga de Harry Potter, donde la sola mención de Lord Voldermort provoca escalofríos en los personajes, que prefieren referirse a él como "el que no debe ser nombrado". El villano en cuestión ha sido interpretado por diversos actores, pero, a partir de Harry Potter y el cáliz de fuego (Harry Potter and the Goblet of Fire, Mike Newell, 2005), lo asociamos al intérprete británico Ralph Fiennes.
El mundo del cómic también ha sido venero inagotable de malvados. Es más, en un universo en el que los protagonistas se han convertido en superhéroes, los malos deben estar a la altura de sus superpoderes y transformarse en supervillanos. Acaso Batman sea el más atípico de los superhéroes, ya que no es un extraterrestre, no le ha picado una araña mutante ni ha sido expuesto a radiación; en su caso, tenemos a un tipo normal, Bruce Wayne, con un trauma infantil, eso sí, y con mucho dinero, lo que le permite comprar e incluso diseñar la última tecnología armamentística. Aunque no voy a entrar en el mundo de los superhéroes, sí me gustaría señalar algunas características de esta peculiar galería de malvados. En el Batman (1989) de Tim Burton, se creaba un extraño vínculo entre Wayne (Michael Keaton) y el Joker (Jack Nicholson): antes de transformarse en Joker, Jack Napier asesinó a los padres de Wayne, lo que, de alguna forma, suponía la génesis de Batman; del mismo modo, fue Batman quien creó al Joker, al arrojar a Napier a un tanque de ácido. De nuevo, es una frase la que permite el reconocimiento: "Dime, hijo, ¿has bailado alguna vez con el diablo a la luz de la luna?".
Si seguimos con el universo de Batman, hay un momento en El caballero oscuro (The Dark Knight, Christopher Nolan, 2008) en el que el fiscal Harvey Dent (Aaron Eckhart) plantea una reflexión -"o mueres como un héroe, o vives lo suficiente para convertirte en un villano"- que, al final, se va a volver en su contra, pues, como consecuencia del enfrentamiento entre Batman (Christian Bale) y el Joker (Heath Ledger), muere la prometida de Dent, y este, gravemente herido, acaba transformándose en un nuevo villano: Dos Caras. A veces, un villano es fruto de un trastorno mental no diagnosticado, como le ocurre a Norman Osborn (Willem Dafoe) en la primera entrega de Spider-Man (Sam Raimi, 2002), que se convierte en el Duende Verde a causa de su doble personalidad y es capaz de plantearle a Peter Parker (Tobey Maguire) un dilema de proporciones trágicas: "¿a quién prefieres salvar, a tu novia o a todos estos niños?". Como sabemos, un héroe nunca elige, simplemente hace lo que debe.
Si ha habido una gran reflexión cinematográfica sobre la identidad, el sentido y la función de los supervillanos de cómic es la realizada por M. Night Shyamalan en El protegido (Unbreakable, 2000), una película de superhéroes nada convencional en la que David Dunn (Bruce Willis) debe aceptar su condición con la ayuda del anticuario de cómics Elijah Price (Samuel L. Jackson). Como no podía ser de otra forma, un inesperado giro le dará la vuelta totalmente al planteamiento. Otro villano en busca de identidad es Roy Batty (Rutger Hauer), de Blade Runner (Ridley Scott, 1982), un replicante (un androide con fecha de caducidad) que regresa a la Tierra en busca de respuestas por parte de su creador, Tyrell (Joe Turkel), y que, en los últimos momentos de su existencia, decide salvar la vida de su perseguidor, Rick Deckard (Harrison Ford), y pronuncia uno de los monólogos más famosos de la historia del cine: "He visto cosas que ni tan siquiera podéis imaginar: atacar naves en llamas más allá de Orión; he visto rayos C brillar cerca de la puerta de Tannhauser. Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir".
Sin duda, uno de los villanos de más perdurable recuerdo es Darth Vader (debajo del traje actuaba David Prowse, pero quien le ponía la voz era James Earl Jones). Vader es uno de los principales atractivos de la primera entrega de La guerra de las galaxias (Star Wars. Episode IV. A New Hope, George Lucas, 1977), un malvado Lord Sith al servicio del Emperador Palpatine (Ian McDiarmid) que despliega todo su esplendor maquiavélico en El imperio contraataca (Star Wars. Episode V. The Empire Strikes Back, Irvin Kershner, 1980), si bien logra redimirse gracias al amor paterno‑filial en El retorno del Jedi (Star Wars. Episode VI. Return of the Jedi, Richard Marquand, 1983). La presencia de Vader ha sido tan poderosa e influyente en la historia del cine que el propio Lucas, cuando se decidió a realizar la trilogía previa, se centró casi exclusivamente en la génesis de ese personaje, en averiguar quién era ese cyborg (mitad humano, mitad máquina) que aterrorizaba a la galaxia con mano de hierro en nombre del Imperio. Y ahí encontramos al personaje de Anakin Skywalker (Jake Lloyd y Hayden Christensen), quien, debidamente manipulado por Palpatine, pasará de ser la gran esperanza de la Orden Jedi a convertirse en su némesis. Esa transformación la vivimos a lo largo de las dos primeras entregas, La amenaza fantasma (Star Wars. Episode I. The Phantom Menace, George Lucas, 1999) y El ataque de los clones (Star Wars. Episode II. Attack of the Clones, George Lucas, 2002), pero tiene su culminación en La venganza de los Sith (Star Wars. Episode III. Revenge of the Sith, George Lucas, 2005), una película tan oscura y siniestra como en su momento lo fue El imperio contraataca.
Ahora, sin embargo, me gustaría dar un pequeño salto y dejar atrás a esos malvados para ocuparme, aunque sea de forma muy breve, de aquellos actores que, habitualmente, han encarnado a los villanos en el cine. Ya no hablaré tanto de personajes como de actores. Así, resulta ilustrativa la presencia de Peter Cushing en La guerra de las galaxias (1977) como el Grand Moff Tarkin. Cushing fue uno de los actores habituales de la Hammer, sobre todo de las películas de Terence Fisher, en las que no siempre hacía papeles de malvado. En aquella productora, y con aquel director, coincidió en un buen número de ocasiones con el villano más longevo del cine, el imprescindible Christopher Lee, cuya primera película fue el Hamlet (1948) de Laurence Olivier, donde ya coincidió con Cushing. Desde entonces, su aspecto aristocrático y su voz grave han dado cuerpo a las pesadillas de los más pequeños. Sus personajes más conocidos han sido Drácula y Fu-Manchú, pero en los últimos años también ha sido el Conde Dooku, un Jedi renegado que ha abrazado el reverso tenebroso de la fuerza, y Saruman el Blanco, un mago al servicio de Mordor en la trilogía de El Señor de los Anillos (The Lord of the Rings, Peter Jackson, 2001, 2002 y 2003). En una ocasión, Lee se enfrentó incluso a James Bond (Roger Moore) en El hombre de la pistola de oro (The Man with the Golden Gun, Guy Hamilton, 1974), donde encarnaba a Francisco Scaramanga, un misterioso asesino a sueldo.
Los villanos de la serie Bond, con el Dr. No (Joseph Wiseman) y Goldfinger (Gert Fröbe, que también salía en El cebo -Ladislao Vajda, 1958-) a la cabeza, necesitarían varios artículos para ellos solos, pero tendrán que conformarse con este modesto recuerdo. Por lo demás, no me gustaría omitir el nombre de Basil Rathbone, el villano espadachín de El capitán Blood (Captain Blood, Michael Curtiz, 1935), Robin de los bosques (The Adventures of Robin Hood, Michael Curtiz y Wiliam Keighley, 1938) y El signo del zorro (The Mark of Zorro, Rouben Mamoulian, 1940), pero tampoco el de George Sanders, que, aunque será especialmente recordado por el papel del crítico implacable Addison DeWitt, de Eva al desnudo (All about Eve, Joseph L. Mankiewicz, 1950), también hizo de las suyas en Rebeca (Rebecca, Alfred Hitchcock, 1940), El retrato de Dorian Gray (The Picture of Dorian Gray, Albert Lewin, 1945), Ivanhoe (Richard Thorpe, 1952) y Salomón y la reina de Saba (Solomon and Sheba, King Vidor, 1959), por citar solo algunas.
Y, aunque no quiero olvidarme de Bela Lugosi y Boris Karloff, quienes, a las órdenes de James Whale y Tod Browning, dieron los mejores años de terror a la Universal; ni de Vincent Price, sin el que las películas de Roger Corman nunca habrían sido las mismas; como tampoco de Lon Chaney y de su hijo, Lon Chaney Jr., maestros del maquillaje y las transformaciones, lo cierto es que hay que ir pensando en cerrar este recorrido, y, para ello, me conformaré con mencionar a los dos gángsters más famosos de la historia del cine, Edward G. Robinson y James Cagney (quien, por cierto, interpretó a Lon Chaney en el biopic El hombre de las mil caras -Man of a Thousand Faces, Joseph Pevney, 1957), y también a Claude Rains, Jack Palance, James Mason, Henry Silva, Robert Mitchum, Martin Landau y Peter Lorre, todos ellos nombres imprescindibles en las filas de los malvados.
En el cine más reciente, siento especial debilidad por dos actores: en primer lugar, por Geoffrey Rush, que compone un implacable Inspector Javert en Los miserables (Les misérables, Bille August, 1998) y un genial Capitán Barbossa en la primera entrega de Piratas del Caribe (Pirates of the Caribbean: The Curse of the Black Pearl, Gore Verbinski, 2003); y, en segundo lugar, por el poco conocido Bruce Payne, cuyos malvados irónicos y algo amanerados son, sin duda, lo mejor de títulos tan discretos como Dragones y mazmorras (Dungeons & Dragons, Courtney Solomon, 2000) o Los inmortales: Juego final (Highlander: Endgame, Douglas Aarniokoski, 2000).
He reservado para el final a los villanos del western, concretamente a los de las películas de Sergio Leone. En la Trilogía Dólar hay dos tipos de malvados casi opuestos, pero igualmente letales: histriónicos y parlanchines, unos; silenciosos y taciturnos, los otros. El primer modelo lo interpreta Gian Maria Volonté en Por un puñado de dólares (Per un pugno di dollari, 1964) y La muerte tenía un precio (Per qualche dollaro in più, 1965), y, en cierto modo, Eli Walach en El bueno, el feo y el malo (Il buono, il brutto, il cattivo, 1966). De todas maneras, no estoy seguro de que Wallach sea un villano en sentido estricto, como tampoco lo es Clint Eastwood en esa misma trilogía ni Lee Van Cleef en La muerte tenía un precio. Ahora bien, pocos personajes superan en maldad al propio Lee Van Cleef de El bueno, el feo y el malo, aunque él mismo ya había interpretado a malvados en dos títulos imprescindibles del cine del Oeste, Solo ante el peligro (High Noon, Fred Zinnemann, 1952) y El hombre que mató a Liberty Valance (The Man Who Shot Liberty Valance, John Ford, 1962).
Ahora bien, el mejor malo del western, al menos en mi opinión, lo creó Sergio Leone para Hasta que llegó su hora (C'era una volta il West, 1968). Frank (en un claro homenaje al Frank Miller de Solo ante el peligro, interpretado por Ian McDonald) es un pistolero ambicioso y despiadado, jefe de una banda que trabaja para el ferrocarril. En los primeros minutos de metraje, vemos cómo Frank y su banda masacran a una familia entera a traición; lo más sorprendente es que, cuando la banda sale de su escondrijo y la cámara da la vuelta hasta ponerse frente a su jefe, descubrimos los ojos azules de un actor bien conocido: "¡Dios Santo! ¡Es Henry Fonda!". Y no es todo; en ese momento, sale un niño de la casa y alguien pregunta, "¿Qué hacemos con él, Frank?", a lo que este responde: "Ya que has pronunciado mi nombre...", justo antes de descerrajarle un tiro en la cara. Así las gastan estos malvados de leyenda, estos villanos de excepción.