No tenemos suficiente espacio para poder abordar la heterogénea y quilométrica filmografía de Takashi Miike ni podremos ahondar en su personalidad fílmica, por lo que las notas que haremos de sus dos films realizados no dejarán de ser más que una pequeña punta de un iceberg, que por sí solo podría hundir al Titanic.
Curtido en la televisión y lejos del estilo distanciado tan característico del cine japonés, Miike es un director de género en el mejor sentido de la palabra. Alejado de intelectualismos elevados y de la cultura seria, sigue nutriéndose de materiales procedentes de subculturas con un peso específico en Japón y ya en Occidente. El animé es el punto de origen, tanto de Yatterman como de las dos partes de Crows, y en todas ellas hay una clara voluntad comercial, que en su caso, como el de tantos otros, no implica que vaya reñida con su voluntad artística.
Parece que Miike está plegado al arte noble del entretenimiento y a buena fe que lo consigue. No hay más que verlo en la proyección de dicha película. Aplausos por doquier, risas constantes en cada uno de los gags creados (que son abundantes) y una adhesión y entrega por un público que aunque no es local, disfruta con delectación la propuesta sumamente pop y kitsch.
También sabe cual es su público destinatario (el adolescente y/o juvenil), y a ello se rinde con un humor naïf, picante pero inofensivo, que puede ser leído fácilmente por una audiencia ya familiarizada con el humor típicamente japonés de series de animé (desde el legendario Dragon Ball al no menos ya legendario Shin Chan).
En apariencia, es posible pensar (y algún padre despistado lo crea cuando vea el trailer) que una película como Yatterman pueda ser un largometraje ideal para un público infantil. Con solo apuntar una multicolorista puesta en escena, que ya por sí sola debe ser un auténtico estímulo visual para el tierno ojo de un infante, podremos creer que estamos ante un producto para niños.
Pero un humor sexual, gamberro y, en muchas ocasiones, subversivamente surrealista, que planea por toda la película, hace apuntar la dirección hacia un público de avanzada edad que pueda hacerse partícipe del distanciamiento irónico que está presente a lo largo de todo el film. Un ejemplo para que me entiendan. ¿Nos imaginamos insinuaciones eróticas a la figura de Afrodita A en Manzingez Z? Aquí Miike no se corta un pelo y nos hace una revisión trash y subida de tono de una especie de Afrodita A totalmente sexualizada. ¡¡¡Que acaba cachondísima haciendo el amor con un perro robot!!!
Porque Yatterman es la puesta cinematográfica en largo de una serie animé japonesa que se emitió entre 1977 y 1979. De ella, mantiene un espíritu infantil en la arquetípica y maniquea construcción de personajes, pero ojo, están construidos con una ironía que los ridiculiza, a la vez que los ensalza. Nadie negará la hábil manipulación de Miike con sus actores. Pésimos todos ellos, pero no me dirán cómo consigue que unas deplorables actuaciones de unos actores decididamente sobreactuados jueguen a favor de las intenciones mordaces de Miike. Como Ed Wood, pero con una intención consciente. Del defecto, virtud. Y para eso se requiere mucho ingenio.
También Miike respeta el lenguaje secuencial de la serie anime originaria. Es visible, en cuanto el film está articulado como si fuesen tres capítulos de la misma serie, enlazados uno seguido de otro. La repetición de la fórmula es tan clara, que puede agotar a los más impacientes. Esta opción, que aunque respetable, puede hacer temblar la atención a una película desprovista de todo contenido temático, en su simplicidad y repetición, es posible que acabe resultando insuficiente.
Yatterman es un pastiche lúdico. Yuxtapone números musicales, animé, animación por ordenador muy líquida, animé mezclado con personas humanas, etc. Es por ello, un artefacto formal que en su infografía busca una paleta de colores pop y muy vivos, herencia de una estética kitsch específicamente nipona.
Esta borrachera visual extremada tiene unas señas de identidad postmodernas. Se carga de unos significantes visuales bajos de contenido y efectúa digresiones en la interlocución con el espectador haciendo evidente el artificio del relato. Además, el humor está vehiculado a través de numerosos quiebres narrativos que dinamitan la lógica composicional y argumental. Y aquí es donde el público reacciona positivamente.
Un humor que haría palidecer a Laura Mulvey y a sus seguidoras feministas con el modelo femenino planteado en el film. Un ejemplo. ¿Cuál es el sueño de Doronjo (Kyoko Fukada)? Ser ama de casa, quedarse embarazada y esperar a su príncipe azul que no es otro que Yatterman 1. Glups. Esta estereotipación tradicionalista, sumamente conservadora, ningunea a la mujer y el humor no deja de tener un tinte misógino que, aunque aquellos valores permaneciesen en la serie de los 70, es peligroso mantenerlos intactos en pleno 2009, por mucho juego que haya detrás.
Casi finalizando, podemos afirmar que estamos ante una película no-exportable, destinada a un consumo local ya que no existe preámbulo alguno ni voluntad didáctica e introductoria del universo que se referencia. Miike, a pesar de contar con un internacionalismo del que es consciente, no hace ninguna concesión para que sea fácilmente entendible por el espectador, sea de la zona que sea. En un efecto contrario de lo que realizan los norteamericanos cuando adaptan cómics de superhéroes. No obstante, actualmente, la codificación de materiales populares juveniles nipones ya no necesita apenas introducción ante un público cada vez más familiarizado con sus formas de expresión.
Y no podemos cerrar sin mencionar el que consideramos el gran logro del film, que no es otro que el punto de vista desde el que Miike acomete la ficción. Y es que plantea su film combinando la recreación nostálgica con el distanciamiento cáustico del adulto. Hay un cariño implícito, por supuesto. Pero ese candor de la infancia es suplantado por una revisión crítica y humorística de un material de derribo que aunque ahora lo veamos con los ojos de un adulto , eso no quita que le guardemos cariño a algo que forma parte de nuestra memoria afectiva. Ese punto intermedio, similar al que efectuaba Robert Rodríguez en Planet Terror (2007), es el que hace que sintamos simpatía por un producto decididamente casposillo, insultantemente kitsch y muy divertido.