Los meses previos al estreno de Balada triste de trompeta estuvieron marcados por una expectación sin precedentes en las películas del aclamado presidente de la Academia del Cine Español que, sin duda, ha visto como su caché se ha multiplicado exponencial y merecidamente desde que ostenta el cargo. La ávida curiosidad de profesionales y público se sació por fin en el pasado Festival de Venecia, dando como resultado una crítica generalizada que tildaba al título del trabajo más personal de su realizador. Coincido con esta calificación y añado: también es la más confusa y no por su extravagante guión, sino por las dudas que se extraen del análisis de la intencionalidad. Después me entenderán.
En la primera secuencia asistimos al reclutamiento forzoso de un payaso por un pelotón de la milicia republicana durante la Guerra Civil Española, capitaneado por una axiomática emulación del Aldo Raine de Brad Pitt en Malditos bastardos (Inglourious Basterds, Quentin Tarantino, 2009), encarnado por Fernando Guillén Cuervo, cicatriz incluida. Sirva esto como pista para adivinar una creciente e inexorable trayectoria de violencia explícita en la trama: aunque en un principio se encamina hacia el melodrama costumbrista definido por el manido tema (cinematográfico) del maltrato de género, termina derivando hacia una insurrección mental vomitada desde lo más profundo de las entrañas de su autor. De la Iglesia en estado puro; su redundancia constituye su denominación de origen.
Unos títulos de crédito, al compás de procesión y saeta, sobrecogedores, hipnóticos, sectarios, son uno de los primeros golpes de efecto promulgadores de un delicioso desconcierto que alcanza su punto álgido con el episodio de la huida al bosque. Es, a partir de este instante, con la locura instalada en el pulso narrativo, cuando la película parece navegar sin rumbo. No obstante, no descarto la posibilidad de que el director bilbaíno, en una de sus demenciales artimañas, sólo hubiera pretendido posar los mandos de su satírica fábula en la herrumbre existencial de su protagonista, el lisérgico payaso triste -impagable Carlos Areces-.
Y es que hay escenas que se perciben con una puesta en escena notablemente ridícula, a buen seguro planificada por De la Iglesia con el firme propósito de dar cuenta de un patetismo excelso y único; así ocurre con la podredumbre que emana de la "aparición estelar" del general Franco o con el chusco descubrimiento del comando etarra que hizo volar al presidente Carrero Blanco. Tómenlas solo como lo que son; licencias que el director se ha apropiado para jugar con vías alternativas de la historia -y de nuevo podríamos mirar el último trabajo de Tarantino-, que yacen aquí sin malicia, como anécdotas paródicas y en ningún caso trascendentes.
Quizá la respuesta se halle en la tremenda entrega iconográfica de la película, dispuesta ya desde la acertada elección del elenco protagónico. Enseguida salta a la vista que tanto Areces como Bang son malos actores, pero la comedia penosa y mohína -construida como un novedoso cuasi slapstick auto-lesionador- del primero y las curvas apolíneas que hablan por sí solas de la segunda, una Jessica Rabbit de carne y hueso, se erigen como verdaderas estampas de culto dentro de una atmósfera pagana que apela a la desacralización de todos los homenajes y tributos a lo no visible. Esta conciencia iconoclasta es más seria de lo que parece (atiendan, si no, al altar que el payaso triste le dedica a la trapecista) y sólo a través de la misma se entenderá la verdadera génesis de la imprescindible (para De la Iglesia) versión de la (su clásica) apoteosis redentora. Con tanta oscuridad se antoja complicado hallar un resquicio de comedia blanca e inocente. El único, el brindado por la compañía circense, integrada por los secundarios fetiches del cineasta.
Es bien sabido que el director de El día de la bestia (1995) es además un apasionado de unos espectaculares desenlaces en las alturas. Pero, el Valle de los Caídos no se ofece como emplazamiento tan sencillo de filmar para que pasen distraídas las altas dosis de aderezamiento informático. Sin embargo, ya no hay ningún problema en aceptar una figura cinematográfica -nótese la ambigüedad entre el director y su recurso- consolidada y, a menudo, eficaz.
Nada es exacto, nada es lógico en Balada triste de trompeta, salvo el diestro empleo de documentos de archivo para el diseño fiel del retrato de una época, donde sobresale el cantante Raphael entonando el tema que da nombre al film, por servir de paradigma de una modernidad de incesante revival que tiende a venerar cada vez más cualquier tiempo pasado. Es una de las razones por las que los favoritismos nunca perecerán. Reconozco que la labor del "Presi" está devolviendo con el tiempo a nuestro cine el mimo y la atención que merecía, y que su película es un sólido atrevimiento con escasos referentes previos en el panorama nacional. Pero, que nadie trate de engañarme. Quince nominaciones a los premios que otorga la Academia bajo su mando son muchas. Demasiadas.
Festival de Venecia 2010. Premio mejor director y mejor guión.
Premios Goya 2011. 15 nominaciones incluyendo mejor película y mejor director.
Nota: Al cierre de esta edición, Álex de la Iglesia aún no había comunicado su decisión de abandonar el cargo de Presidente de la Academia del Cine de España con motivo de su oposición al apartado de la Ley de Economía Sostenible que regula las descargas ilegales de Internet, conocido como Ley Sinde.
Ficha técnica:
Balada triste de trompeta, España, 2010
Dirección: Alex de la Iglesia
Producción: Yousaf Bokhari, Vérane Frédiani, Gerardo Herrero, Adrian Politowski, Franck Ribière y Gilles Waterkeyn
Guión: Álex de la Iglesia
Fotografía: Kiko de la Rica
Música: Roque Baños
Interpretación: Carlos Areces, Carolina Bang, Antonio de la Torre, Santiago Segura, Sancho Gracia, Manuel Tallafé, Fernando Guillén Cuervo, Raúl Arévalo, Enrique Villén, Terele Pávez
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