Más de una década ha pasado del estreno de Nadie conoce a nadie (1999), el primer largometraje como director de Mateo Gil. Blackthorn (Sin destino, 2011) es, en sentido estricto, su segundo largometraje, si exceptuamos Regreso a Moira (2006), un interesante telefilme incluido en la serie Películas para no dormir (2005‑2006), que se completa con otros cinco títulos (Cuento de Navidad, de Paco Plaza; La habitación del niño, de Álex de la Iglesia; Para entrar a vivir, de Jaume Balagueró; Adivina quién soy, de Enrique Urbizu; y La culpa, de Narciso Ibáñez Serrador). Ahora bien, si el gran público conoce a Mateo Gil es, sobre todo, por haber sido compañero de fatigas en casi todos los proyectos del niño prodigio del cine español, Alejandro Amenábar, con quien ha colaborado en calidad de guionista, ayudante de dirección, director de la segunda unidad e incluso director de fotografía. En este sentido, resulta difícil deslindar la obra de Gil de la de Amenábar, y, por eso, cuando se estrenó Nadie conoce a nadie, que era una magnífica película, enseguida la crítica señaló las similitudes que existían entre este título y las dos primeras películas de Amenábar, Tesis (1996) y Abre los ojos (1997), en las que Gil también había participado como guionista.
Pero Blackthorn nada tiene que ver con todo aquello y se presenta como una arriesgada propuesta que puede consolidar a Mateo Gil como uno de los mejores directores españoles en activo. En esta ocasión, no parte de un guion o una adaptación propias, sino de un material de Miguel Barros, realizador procedente del mundo de la televisión y responsable del documental Los sin tierra (2004). En realidad, la película arranca de un falso supuesto, de un "¿qué hubiera pasado si los protagonistas de la inolvidable Dos hombres y un destino (Butch Cassidy and the Sundance Kid, George Roy Hill, 1969) no hubieran muerto a manos del ejército boliviano en 1908?". La respuesta es Blackthorn, un western atípico y reflexivo, de tono moral, más crepuscular que clásico, ambientado en el espectacular paisaje de Bolivia, que cuenta con una de las mejores interpretaciones de toda la carrera del polifacético Sam Shepard, a quien se le consideraría mejor actor si no fuera también un excelente dramaturgo, guionista, cantante y escritor.
Shepard encarna a un envejecido Butch Cassidy que se oculta bajo el nombre de James Blackthorn, un gringo que se dedica a criar caballos en Bolivia y que, después de veinte años, tras recibir una carta desde San Francisco, decide regresar a Estados Unidos. "No es mi hogar. Es el momento de volver", dice el personaje al principio del metraje. Acompañan a Shepard un correcto Eduardo Noriega (como el ingeniero español Eduardo Apodaca) y un magnífico Stephen Rea (que encarna a un ex agente de la Pinkerton, Mackinley, reconvertido en cónsul), en un papel que recuerda mucho al personaje de Geoffrey Firmin, protagonista de Bajo el volcán (Under the Volcano, John Huston, 1984). La acción principal transcurre en Bolivia en 1927, pero con continuos flashbacks que reconstruyen escenas de otra época, del momento en que unos jóvenes Butch Cassidy (Nicolaj Coster‑Waldau), Sundance Kid (Padraic Delaney) y Etta Place (Dominique McElligott) deciden abandonar su país y emprender una nueva vida en Argentina y Bolivia.
No ha sido un mal año para el western, y ahí están Valor de ley (Joel y Ethan Coen, 2010) y Blackthorn para demostrarlo, pero también la cinta de animación Rango (Gore Verbinski, 2011) e incluso el pastiche Cowboys & Aliens (Jon Favreau, 2011). De todas maneras, Blackthorn tiene que ver más con títulos como Los vividores (McCabe & Mrs. Miller, Robert Altman, 1971), sobre todo por el empleo del paisaje, el tono desmitificador y el tempo narrativo, según ha señalado Gil en diversas entrevistas. Con respecto a westerns más recientes, parece inevitable la mención de El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford (The Assasination of Jesse James by the Coward Robert Ford, Andrew Dominik, 2007), en la que Shepard interpretaba a otra leyenda del Oeste, Frank James.
Una de las mejores escenas de Blackthorn es cuando el protagonista acude a un banco boliviano y no es, como tantas otras veces en su vida anterior, para atracarlo, sino para retirar efectivo por el procedimiento habitual, sin caballos esperando a la puerta, ni pañuelos en la cara o pistolas. Cuando Cassidy contempla el banco, descubrimos ese pasado en su rostro, que recrea perfectamente la ironía de la situación. Otro de los atractivos de la cinta es la música, sobre todo las canciones country/folk que canta el propio Shepard (algo que hace por primera vez en la pantalla), especialmente los temas "Ain't No Grave" o "Sam Hall". En cierto modo, el personaje de Cassidy contrasta con el de Rooster Cogburn (Jeff Bridges) en Valor de ley: sobrio y silencioso el primero (cuando bebe chicha, le gusta hacerlo en silencio); borracho y parlanchín el segundo.
De todas maneras, el gran descubrimiento de este film es el paisaje boliviano. Aparecen Rosario, Tupiza, Potosí, San Vicente, Viade..., pero, sobre todo, ese magnífico e inhóspito lugar que es el salar de Uyuni, un auténtico desierto de sal, uno de esos sitios que, como indica el personaje, "no se pueden usar y no tienen dueño". Allí, en Uyuni, tiene lugar una magnífica persecución que recuerda -y mejora- la escena final de Enfrentados (Seraphim Falls, David von Ancken, 2006).
Blackthorn se presentó en el Festival de Tribeca (Nueva York), donde tuvo una magnífica acogida, y se ha estrenado también en Estados Unidos, lo que supone un auténtico logro para una coproducción española de presupuesto medio. Como afirma Butch Cassidy, "solo hay dos momentos en la vida de un hombre: cuando se marcha de casa y cuando vuelve a ella. Todo lo demás es solo lo de en medio".
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