No cabe duda, pese a estas alturas de imparable globalización, de que los patrones culturales de una región han condicionado, en mayor o menor medida, las manifestaciones de la realidad que va desde unas costumbres arraigadas hasta la implicación emocional humana en determinadas situaciones vitales. El cine, como medio, es un inmejorable (en cuanto a contenedor audiovisual) testigo de ello. En el caso del emergente celuloide asiático, este registro se produce sin indagaciones ni elucubraciones detectivescas, sino en la manera en la que el propio autor se sirve de su obra como canal para transmitir sin disimulos una determinada carga ideológica. Así las cosas, las notables diferencias con la idiosincrasia occidental podrían hacernos dudar de la profundidad dramática del guión de Old boy (2003, Park Chan-wook) o de la concepción onírico-tradicional de la obra de Apichatpong Weerasethakul, por citar dos ejemplos.
Es por ello que en Confessions se puede percibir esa resonancia de la inmutabilidad y el estoicismo como mecanismos de asunción del dolor, producido por la catástrofe personal (o colectiva, como pudimos comprobar recientemente en los desastres causados por el terremoto y el tsunami de la costa este de Japón y su posterior repercusión nuclear), algo que resulta mucho más estremecedor si atendemos al colectivo protagónico: los adolescentes -y su entorno más inmediato-. El ocaso de los valores de la sociedad moderna, algo a lo que ha contribuido sobremanera la era digital, es el mensaje de socorro de una cinta que denuncia la superficialidad imperante en unas perezosas relaciones sociales que hoy se llevan a cabo a través de las redes. Pero, como paradoja a esta frivolidad juvenil sumida en el anonimato virtual, la idea de autorrealización continúa siendo la misma de toda la vida (solo cambian los medios para lograr el fin). Así, Confessions podría considerarse la versión fundamentalista y de aire gore de lo que la debutante Elena Trapé quiso contar en Blog (2010) a través de una pandilla de quinceañeras españolas.
La escuela como fracasado núcleo impulsor de valores (que no generador, como debiera ser la familia, otra institución que Tetsuya Nakashima pone en entredicho al establecer un alto promedio de disfunciones por hogar) saca de nuevo a relucir el manido cuestionamiento de la validez del sistema educativo vigente. La transición entre maestros queda reflejada en el desperdicio de la competencia, representado a través del profesor contagiado por el sida, y el auge de la incompetencia, personificada en el educador novato, cuya feroz vocación no basta para suplir una deficiente formación. El papel socializador de la escuela es innegable en una etapa en la que el individuo es completamente vulnerable a la influencia exterior. Por ello, entre otras cosas, el rumor adquiere ese extraordinario poder, respaldado, más si cabe, por el imparable desarrollo de las telecomunicaciones que, por otro lado, también favorece la desinformación (o, mejor dicho, "malinformación").
Confessions, como su propio nombre indica, dispone una estructura narrativa capitular en base a las confidencias de sus personajes principales, en lo que vendría a conformar una especie de colección heterogénea de redenciones verbales. Las patentes divergencias en esta metanarración coral desgarradora, sesgada en intelectualidad y elocuencia, da pie a la configuración de un montaje asimétrico con saltos en el tiempo (sirva de ejemplo la acertada combinación de cortantes escenas breves que marcan el tempo del suspense dentro de la larguísima escena inicial) que se recrea en la arrítmica poética de una estilística recargada pero eficaz (con la slow motion a la cabeza de los recursos predilectos del director japonés) que encuentra su posición más cómoda en una sugerida fusión con anime para adultos.
Y es que la violencia, tanto activa como pasiva, vuelve a justificarse desde esa habitual y normalizada óptica que da cuenta de la putrefacción social. Pese a tomar como vehículo el exceso rabioso hacia el prójimo ignorante y la autodestrucción -en cuanto a impulsivo recurso juvenil contra el desamparo-, Nakashima apela a la raigambre tradicional que citaba al principio de este artículo. Quizá los valores estén distorsionados y el hombre crea que la venganza puede ser el camino más corto para tratar de restituir un orden irrecuperable. Sin embargo, y valga como paradoja a tanto cambio negativo, cabe señalar que, quizá de un modo más urgente en la cultura oriental que en la occidental, los modelos familiares clásicos mantienen su hegemonía, mas (y aquí vuelve lo malo) solo parecen verse amenazados por el súbito y cruel despeje de uno de los dos miembros del binomio paterno-filial.
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