1982 es una fecha clave en la historia argentina. Época de decadencia de la dictadura militar y el inicio de la guerra de Malvinas, último estertor de un gobierno que ya había pisoteado la dignidad de los argentinos y exterminado cruelmente a aquellos que consideraba sus enemigos (unos 30 mil, nada menos) que pensaban distinto. En ese marco histórico se inscribe Ciencias Morales, la novela de Martín Kohan. Ciencias Morales era el nombre del colegio más antiguo y prestigioso del país, hoy conocido como el Nacional Buenos Aires, donde se han educado generaciones de hombres (y últimamente, también de mujeres) que luego han descollado en el panorama intelectual y político argentino. El colegio le sirve a Kohan, y por ende, a Diego Lerman en La mirada invisible, para representar una estampa de un país que se encontraba al borde de la guerra, con su población diezmada y unos "enfermos" al mando del timón. Se sienten los estertores del verano cuando comienzan las clases en marzo. Los chicos forman para cantar el Himno de manera casi marcial, tomando distancia en la fila, dejando apenas milímetros entre la punta de su mano y el hombro del compañero que está adelante. Su disposición rectilínea se acomoda prolijamente en las líneas que dibujan un piso de damero y la columnata del patio. Distancia, silencio, pulcritud... y la mirada vigilante de los celadores, que los sobrevuela para que no haya nada fuera de lugar, algo que sea necesario reprimir: un cabello largo o suelto, una media baja, una falda corta, zapatos sucios, un roce de pieles... algo que rompa el orden buscado.
El hieratismo de Marita (Julieta Sylberberg le pone carne a un personaje tímido, reprimido e ingenuo) no le impide vigilar. Sus ojos recorren la fila con la responsabilidad que se merece la confianza depositada en ella. Se ha convertido en una más de la legión de bedeles que se reúnen en la sala, donde son, a la vez, observados por Biasutto (Osmar Núñez compone al jefe de preceptores, quien bajo una imagen amable esconde a un ser siniestro). La mirada de la joven busca la de su superior, para encontrar la devolución del reconocimiento por el buen trabajo hecho. Hay un dejo de admiración en la observación hacia quien, a su vez, la observa. Tanto, que no registra otra mirada, la de su compañero, un igual en clase social, en edad y en funciones laborales. Ese compañero, que está pendiente de los tímidos gestos de Marita, pasa totalmente inadvertido para ella. Su atención se centra en sus observados y en su observador. La mirada vuela de un extremo al otro, sin detenerse a descansar donde está su realidad, donde está posada ella.
Lerman nos acerca, cámara en mano, a la preceptora, tanto, que llegamos a sentir la desazón que le provoca espiar a los varones o a descubrir, detrás de la columna, el beso furtivo que se da una parejita. Como en una requisa policial, que pide documentos y multa con una pena la desobediencia, la mujer pide el nombre y curso de cada uno de los alumnos que subvierten (y no es inocente la palabra) el orden establecido. Como contrapunto, la cámara toma grandes planos generales del colegio, donde el personaje de la preceptora se desplaza sin romper la arquitectura geométricamente ordenada y panóptica del espacio.
La mayor parte de la historia de La mirada invisible transcurre en el colegio, en ese micromundo donde las voces de los jóvenes son apagadas para convertirse en murmullos, donde el estudio y el deporte son los mecanismos a través de los cuales se intenta aplacar la revolución hormonal adolescente. Como una cazadora furtiva, Marita se instala en los baños de los varones con el pretexto de encontrarlos fumando. Sin embargo, hay otra pulsión en esa mujer reprimida. La vigilancia no permite ver la normalidad, sino sólo lo que se desmadre, y así olvida que ella también es un ser humano, con los sentidos despiertos, aunque las obligaciones los acallen. Una pulsión interna los exacerba intentando salirse de marras, de esos límites que la mirada vigilante del jefe le ha impuesto implícitamente.
En la represión anida la perversión. Y aquí no hay otra cosa que eso. Lo que se sale de cauce debe ser castigado... brutalmente. No hay otra opción. El mal se corta de raíz, como se cortaron las vidas de tantos argentinos, cuyo mal estaba en pensar en un mundo más justo. Ese universo cerrado del claustro, con el piso cuadriculado y la galería de arcos y columnas simétricas, no hace sino representar a un país doblegado, que da sus últimos coletazos antes de ser sumergido en la locura de la guerra.
El film está narrado a través de las miradas de los observadores y de los observados. Ese eje impide cualquier otra relación posible. Es lo mejor del film de Lerman, cómo la cámara se desplaza desde un ángulo privilegiado, sobrevolando los espacios desde una misma mirada. Con ello, Lerman apela a lo sensual, para transmitirle al espectador una atmósfera donde el silencio aplastante no logra acallar la enervación de los sentidos: el roce de los cuerpos, el aroma del otro, los sonidos de una risa... En ese esfuerzo por transmitir la sensualidad a flor de piel, Lerman pierde de vista el otro escenario que equilibra la historia de Kohan, el afuera. El colegio se impone como un espacio potente donde se lleva a cabo el centro de la acción. En cambio, el exterior, representado por el hogar de Marita, es un universo de mujeres que lloran al hermano ausente, única referencia a la guerra.
La mirada invisible tiene un desenlace diferente a la novela. Lerman elige un final más conclusivo para esta historia marcada por la violencia. La lectura de ese final puede ser plausible o condenatoria, porque, como se sabe, la violencia es un arma de doble filo, depende si se utiliza como defensa o como ataque. Si fuera lo primero, sería una reacción sana a un atropello (y vaya qué atropello); si fuera lo segundo, sería lo que para muchos implica una especie de iniciación en el mecanismo perverso del poder. Yo prefiero verlo como un acto de justicia, donde alguien vence su timidez y fragilidad para rebelarse frente al intento brutal de domesticación.
Pero, al fin y al cabo, la guerra de Malvinas y la historia de Marita, solo son pretextos, porque lo que nos cuentan, tanto Kohan como Lerman, es un mecanismo replicado en distintos espacios sociales, que le impuso a una sociedad un modo de vida sostenido por el miedo y acallado por la fuerza. El Proceso (1976-1983), como se denomina a la dictadura que sometió a la Argentina, aplicó la persecución, el secuestro, la tortura y la desaparición como método sistemático, bajo el pretexto de "impedir que el comunismo se instalara en el país". Aunque sabemos que, más bien, era un plan orquestado por las grandes potencias, que reproducían este esquema en toda la región para sostener un régimen que no pensaba en los seres humanos como tales, sino en función de los intereses económicos de sus clases dirigentes. Esa sistematización del proceso, esa sensación de miedo impuesto a través de unas leyes totalmente subjetivas y ese temor al castigo están más que impresos en el film de Lerman.
Ficha técnica:
La mirada invisible, Argentina, 2010
Dirección: Diego Lerman
Guión: Diego Lerman, María Meira
Música: José Villalobos
Fotografía: Álvaro Gutiérrez
Reparto: Julieta Zylberberg, Osmar Núñez, Marta Lubos, Gaby Ferrero, Diego Vegezzi, Pablo Sigal.
Trailer: