A buen seguro no seré el único admirador del actual cine asiático que, además de advertir la obsesión sobre el tema de la venganza que lo domina, está plenamente satisfecho con el tratamiento y el resultado que suele presentar este redundante contenido. Aunque, más que en la generalidad oriental, y pese a magníficas cintas que no divagan solo en la punta de un inmenso iceberg, con casos como la también recogida en este número Confessions (Tetsuya Nakashima, 2010), el foco más notable y original se halla en los trabajos surcoreanos (con el maestro Park Chan-wook a la cabeza). A quien conozca un poco los referentes audiovisuales del continente, esta introducción se le antojará vana palabrería, no obstante quisiera invitarle a una sencilla reflexión: ¿es una casualidad que la mayoría de las cintas que llegan a nuestras salas desarrollen su argumento en torno a una vendetta o es que nuestros vecinos orientales han encontrado en los grandes consumidores de cine un suculento mercado ávido de sangre?
Sea como fuere (me inclinaría por una mezcla de las dos opciones), el paradigma no deja lugar a la duda. Las nuevas directrices del cine postmoderno han elevado la violencia, que había pasado de cuestionable recurso contra el aburrimiento a contemplarse como una potente arma estilística, a la categoría de elemento sine qua non en el drama del siglo XXI. De esta concepción pragmática de la barbarie explícita se desprende otro elemento recurrente, también cooperante en un imaginario genérico cada vez más morboso: una hiperrealidad, en ocasiones muy desproporcionada, cuya diligencia en normalizarse ha devenido en un cínico axioma. Las peripecias del desolado Soo-hyun no tendrían razón de ser sin el comodín de una profesión peligrosa (policía), y por muchas ganas de venganza que tuviera, poco tendría que hacer contra un consumado asesino.
Pero es que, ya casi pudiendo considerar la venganza como una vertiente subgenérica en el celuloide de los años dos mil, Encontré al diablo vendría a ser el catalizador que hace acopio de esta tradición para mutarla hacia un nivel superior y desconocido, hacia lo que pronto y mal podríamos denominar como ultra-venganza. Para una cinta tan furiosa un metraje de casi dos horas y media es excesivo, sin embargo, no es más que un truco de finalidad empática necesario para chantajear a una audiencia que otorgará su permiso para la brutalidad. Por eso este acuerdo no tarda en proponerse: se le pone cara al asesino desde la primera escena y una breve investigación al margen de la ley por parte del detective da con él enseguida. Y aquí está el truco: una redención vengativa que busca infringir un dolor que va más allá de lo comido por lo servido, lleva su tiempo.
El tiempo también permite dibujar un perfil psicológico preciso de los personajes, fundamental por otra parte en el cine policíaco. Soo-hyun no requiere una extensa presentación por su fuerte motivación en el restablecimiento del honor de su mujer; mucho más atractivo es el perfil del asesino, Kyung-chul (interpretado por Choi Min-sik, actor consumado en las cintas de vendettas, fetiche de Park Chan-wook), que presenta un cuadro de perturbación psicopático severo. Aunque su malvada configuración queda fría ante el despiadado proceder de su captor, que se pone a la altura, en un encarnizado tú a tú totalmente físico y sin precedentes cinematográficos. Y es que, esta dualidad protagónica, que despoja de interés cualquier inciso de los secundarios, iría, dentro de un rumbo convencional, hacia el más puro maniqueísmo. Pero la deformación psicológica que separa la distancia entre el bien y el mal, los hace indistinguibles y más próximos de lo que se podría esperar en cuanto a ideología y proceder: un diablo de dos caras.
En consonancia con un contenido que incluso va más allá de las transgresiones más radicales del mainstream, la forma también tiene su miga. Antes aludía a la violencia como vehículo de la estilística, entendiéndose, en un buen número de casos, como el rasgo definitorio del savoir faire de un autor. Mas, lo verdaderamente inquietante es la solemnidad lírica que algo tan despreciable puede generar y Kim Ji-woon se revela un maestro en el esperpéntico arte de generar belleza desde lo más profundo de la inmundicia humana. La revolución de la sangre se prepara por cursos, pergeñando espectaculares y coreográficas puestas en escena, in crescendo con cada encuentro entre las bestias, para finalmente licenciarse con matrícula en ese exquisito travelling de trescientos sesenta grados en el interior de un coche en marcha.
Esta impresionante escena nos obliga a concluir con otra cuestión: ¿cuáles son las probabilidades de que un asesino coincida casualmente con otro? La intención de esta aparente y macabra casualidad no es otra que la de servir de testimonio pesimista de una sociedad atrapada en un infierno terrenal que desciende cada vez más rápido en los escalones de los bajos instintos. Eso sí, una vez más, el último escalón es el de la familia.
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