El verano, la playa, los amigos, el tiempo libre y la familia. Momento de relajarse y divertirse. Pero como ya vimos en uno de nuestros Investigamos, esta estación del año, presidida por la luminosidad y el ocio, también puede ser propicia para convulsiones afectivas. Parece que todo aquello que nos hierve (¿será el calor que nos revoluciona?) y que hemos dejado aparcado en la vida ordinaria, pugna por resolverse y salir. Pequeñas mentiras sin importancia, uno de los mayores éxitos del cine francés del año pasado, nos habla de lo enunciado a través de un grupo de amigos que, como viene siendo costumbre, pasan juntos sus vacaciones en la casa de veraneo de uno de ellos, Max (la gran baza cómica del film), el más adinerado y propietario de un hotel. Establecido el grupo como si fuese una gran familia, estamos ante un film que habitualmente se le denomina generacional, en cuanto busca establecer un mosaico lo más representativo posible de personas de un mismo tramo de edad y condición social, para facilitar una pronta conexión con la audiencia receptora. Pequeñas mentiras sin importancia sigue la línea de películas como Reencuentro (The Big Chill, 1983), Los amigos de Peter (Peter's friends, 1992), Beautiful girls (1993), o No basta una vida (Saturno contro, 2007), sin añadir ninguna ruptura al conjunto donde se adscribe, pero donde se pueden rastrear muchas constantes fílmicas que se dan en el país galo.
En esta ocasión, los viejos amigos vienen sacudidos por el accidente de moto que tiene uno de ellos, Ludo, figura de la que se sirve el realizador para presentarnos a los personajes, además de actuar como catalizador para realizar un balance moral de los integrantes. Porque, pese a unas débiles iniciales dudas de suspender los planes, esta gente bien acomodada que ronda los cuarenta, finalmente prosigue con su tradición de marcharse fuera de París, dejando al amigo convaleciente. A partir de aquí, una vez que se marchan de la ciudad, Guillaume Canet se centrará en las lógicas íntimas de los personajes, demostrando cómo la cinematografía francesa sigue siendo una de las mejores para hablar de todo ello.
Lo primero que nos revela este tejido, a través de los hombres en la función, es una acuciante crisis de masculinidad. Porque esas certezas externas y superficiales, sustentadas por la situación socioeconómica de los integrantes, esconden en su seno una tónica marcada por el desequilibrio y la desestabilización. Desde el mismo Max, en su hipotético liderazgo en el grupo, gracias al poder económico superior que sustenta, su perfil será cuestionado por su persistente estado iracundo y alterado, síntoma del workaholic que desterrado de su aspecto profesional no sabe gestionar su ocio con placidez. En contraposición, su mujer mostrará ser el bastión fuerte y la que da cordura a la neurosis de su marido. Porque además Max, en su peripatético personaje como si fuese el reverso caricaturesco de los típicos personajes desquiciados que borda Mathieu Amalric, para más inri, tiene que conciliar con la atracción repentina que siente por él su amigo íntimo de toda la vida, Vicent. Ello dará no pocas fricciones y tensiones, además de los consiguientes efectos colaterales, ya que la mujer de Vicent sufrirá en silencio el lógico distanciamiento sexual de su marido. Como ya anunciaba otra comedia francesa del 2000, con el sintomático título de La confusión de géneros (La confusion des genres), Pequeñas mentiras sin importancia no deja ni rastro de ese ego fuerte, autónomo, individualista y dominante, asociado al hombre occidental, algo que seguirá siendo explotado a través de Éric (Gilles Lellouche), el eterno seductor depredador que se derrumba cuando su chica le da viento, comprometiendo esa libertad desvinculada de la que hace gala, hasta llegar a Antoine, monopolístico, anclado emocionalmente y plomizo que es incapaz de asumir la ruptura con su novia de toda la vida. Así el realizador no escatima en torpedear los perfiles masculinos para lanzar una comicidad (hay que decirlo, funciona muy bien), que se basa precisamente en la interrogación del hombre contemporáneo, sujeto a ilusiones cegadoras, sentimientos intrusivos, o una excesiva dependencia del factor femenino. Para más énfasis, en contraposición, el personaje de Marion Cotillard, dada su condición estelar, es el rol femenino con mayor entidad, el cual también sufre sus trasiegos internos. Gracias a las excelentes dotes de la actriz nos permite contrastar la diferente forma, y más madura, que tiene para afrontar similares agitaciones sentimentales que las que sufren sus partenaires masculinos.
Por ello, las mentiras del título hacen referencia tanto a las que se hacen ellos mismos, como las que se dan en el seno de grupo, especie de acuerdos tácitos que se producen en la interacción, por el bien de su funcionamiento. Indaga este doble registro, la superficie que constituye la dinámica relacional, y la que forja las diversas aleaciones sentimentales, para centrarse en la fisura de las apariencias y en el abismo que existe entre los sentimientos (el dificultoso proceso de evaluarlos, como regulación de su propia energía) y los actos, mediados por la conducta. Por ello, la heurística de Canet se centra en los enmarañados procesos psicoafectivos para así resumir la personalidad de cada uno de ellos. La película tiene su acierto en la exploración de esa matriz y fílmicamente resultan atinados como vectores dinámicos para dar vigor y sustento al largometraje. Eso sí, Canet se erige en juez moralista (sanciona a los personajes más hedonistas y frívolos, caso de Eric y Ludo, si bien premia al romántico persistente, Eric), aunque el epílogo, lacrimógeno y redundante, permite que esa severidad que ha aplicado con sus criaturas sea suavizada. Por lo que les da opción de redimirse en el funeral final, para así confortar al espectador que durante todo el metraje se ha encariñado con ellos.
En definitiva, Pequeñas mentiras sin importancia sigue la línea de la cinematografía francesa visualizando las indefiniciones interiores de sus personajes, y haciendo gala de una cierta desmesura e incontinencia en la indagación, como en el cine de Arnaud Desplechin y su torrente oral. Pero el modelo también bebe del cine de Judd Apatow en lo que respecta a esa combinación del humor basado en el gag puro, conformando set pieces humorísticas (unas más hiladas que otras en el arco argumental, aunque todas ellas divertidas) para derivar en un sentimentalismo conservador, que acaba casi por contradecir la irreverencia en el caso de Apatow, o el espíritu crítico en el caso de Canet. Por ellos podemos situarla en un intersticio: entre la comercialidad bajo la influencia norteamericana y la autoría francesa. En lo que respecta a las pleitesías comerciales, aparte de ese vergonzoso final, es reseñable la forma que utiliza las canciones. Son muy buenas, pero su tramo generoso de ellas (algunas suenan íntegras), parecen que están adecuadas para vender la banda sonora como un buen recopilatorio de canciones, más que para dar tonalidad musical. No obstante, a pesar de todo ello, nos hace pasar un buen rato, especialmente gracias a unos actores que saben darle fuerza a todo el conjunto.
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