No afirmo nada nuevo cuando digo que el terror hace tiempo que ha salido de sus corchetes de cine de género para instaurarse en propuestas osadas y atrevidas, con clara denominación de autor. Películas como Trouble every day (2001), de la imprescindible Claire Denis, se hacen acopio del vampirismo para establecer propuestas subyugadoras de alto voltaje sensorial. Experiencias al límite que aportan nuevas formas de ver y sentir el cine. La última obra del realizador chileno, Pablo Larraín se adentra en estos senderos (lo suyo es el fin de la civilización), en un salto sin red temerario que me temo no será plato del gusto de todos. Ni falta que hace.
Nos sitúa en Santiago de Chile en 1973, en los días previos del golpe de estado chileno y nada menos que en una morgue, a través de un mustio funcionario que se dedica a mecanografiar los informes de las autopsias, Mario (Alfredo Castro), secretamente enamorado de su vecina de enfrente, Nancy (Antonia Zegers), una cabaretera en decadencia. Lo que deviene como una turbia comedia negra, algo bizarra y bastante decrépita, donde se respira una atmósfera enrarecida y espesa, motivada por una recreación de un entorno desolado y tremendamente grisáceo, adquiere en su segundo tramo una densidad irrespirable, a partir de un hecho crucial, (el cual no podemos desvelar para preservar el impacto), que guillotina el largometraje en dos. Se realiza con tal contundencia, que aquello que se ha ido larvando en nuestro subconsciente, mientras nos reíamos del patetismo de Mario, eclosiona en su máxima plenitud: el horror que decía el coronel Kurtz (Marlon Brando en Apocalypse now, 1979).
La entrada al abismo del horror se hace desde el ataque frontal a la muerte como tabú. Para ello nada mejor que alojarse en un depósito de cadáveres e integrarlo a la cotidianeidad del personaje principal. Ello provoca una cierta naturalización, a la vez que la ciencia codifica el cuerpo humano como si fuese un objeto de estudio, sustrayendo el contenido fuerte al hecho de la mortalidad. Aproximaciones como la serie A dos metros bajo tierra se servían de esa licuación entre la muerte y la vida, integrándola en el modus vivendi de los Fisher, para establecer una sentida oda a la importancia de vivir con pleno sentido. Pero Larraín es muy perverso, tremendamente desasosegante. Porque una vez que nos adentra en este planteamiento, del que se sirve en su primera mitad, antes del golpe de estado, no lo canaliza para hacer una elegía de la vida, o trazar un humor negro que desvalorice o quite hierro al espinoso asunto de los muertos, sino todo lo contrario. Porque su insolencia hace que todo ello se revuelva contra el espectador, colocándolo en un auténtico retrato de la monstruosidad. Lo que había sido cosificado adquiere tintes tremendos e insoportables cuando van llegando más y más cadáveres. Esa exposición fría, seca y cortante que se mantiene incólume durante todo el film, no solo actúa como revulsivo para congelarnos cualquier atisbo de sonrisa (la que previamente sí nos ha permitido), sino que además nos aloja una angustia difícil de soportar. Lo que era costumbrista y sin valor para nosotros dejará de serlo cuando sea así para los soldados de Pinochet. Para ello, el director chileno se servirá de la compañera forense de Pablo, Sandra (Amparo Noguera), que actuará como caja de resonancia del tremendo malestar que se apodera del receptor del film, al entrar en un progresivo desquiciamiento ante el espeluznante escenario que desborda sus ojos, algo imposible de soportar para cualquiera que atisbe un mínimo de humanidad.
Si muchas películas de terror se erigen en parábolas sociales[1], la heterodoxia de Post Mortem es realizar el camino inverso. Por lo que, quizás tengamos que dejar en suspenso la idea de cóctel genérico para calificar al film, ya que el cineasta, especialmente a través de los aspectos formales, inocula el espanto bajo sus pliegues presuntamente cómicos y patéticos, a través del ceremonioso encuadre fijo, o la utilización del campo vacío como lugar sobrecogedor, en cuanto el fuera de cuadro pierde su presencia humana para enfatizar la deshumanización (magistral el uso de los códigos sonoros, con ladridos de perros quebrando el silencio, mientras Pablo permanece en su asfixiante departamento). Una denotación moral abyecta -desde la misma prepotencia narcisista de Pablo, fruto de sus anhelos amorosos mal controlados-, tiene su plasmación visual mediante una fotografía con grano, sucia y su focalización en los aspectos sórdidos y los ambientes cargados; hablamos de una existencia opresiva, desde la misma marginalidad grotesca de los personajes principales (Nancy, por ejemplo, haría las delicias de Almodóvar). Se ofrece así una textura viciosa y degradada (ya puesta en práctica en su anterior film, Tony Manero, 2008, también ambientado en los años setenta chilenos), la cual, resulta plenamente subyugante, una vez que el golpe de estado entra en la narración y se borran los elementos distendidos que nos han ido acompañando. Se alcanza con ello, una recreación de una escenografía ciertamente dantesca que alcanza su signo visible, cuando Pablo trata de buscar a Nancy por un escenario digno de cualquier película apocalíptica.
En definitiva, todos aquellos recursos retóricos que permiten que nos aclimatemos en películas de zombies, o de aquellas que se centran en el fin de los días, en Post Mortem activan de tal forma los espacios como estados de ánimo, que consiguen que ésta sea, junto con Cold fish (otra que se deslinda del género para adentrarse en experiencias fuertes), una de las películas más terroríficas e impactantes que he visto en tiempo.
[1] Véase la ambigua referencialidad a la propia dictadura chilena, que actúa como un telón de fondo para justificar la aclimatación de la barbarie. Pero, salvo en la secuencia central de impacto que sutura el film, no se alude con la suficiente concreción para que así trascienda de su propio marco histórico y se encuentre sublimada. De esta forma, Post mortem se puede adherir a cualquier imaginario que recree la devastación humana y con ello se escapa de la prisión de deberse a sus datos históricos.
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