Es nota común en los estudios especializados sobre la obra de Pedro Almodóvar, recurrir a la intertextualidad y la metaficción como herramientas hermenéuticas para desgranar los mecanismos mediante los que se articulan los films del genio manchego. Elaboradas conjugaciones de ficciones en el seno del universo diegético se alambican mediante una frecuente myse en abyme, como si fuese una composición de muñecas rusas, otorgando un dinamismo a la estructura y a la interrelación de personajes, espacios y tiempos. La obra teatral de Tennessee Williams, Un tranvía llamado deseo en Todo sobre mi madre (1999), el ficticio segmento mudo El amante menguante en Hable con ella (2002), Chicas y maletas en la que reverbera Mujeres al borde de un ataque de nervios (1988) de Los abrazos rotos (2009), etcétera. La piel que habito se deslinda de sus películas precedentes, pero sigue de forma inherente su obsesiva reflexión sobre la creación. La ciencia sustituye al arte pero el doctor gélido de mirada cavernosa Robert Ledgard (un penetrante y reconcentrado Antonio Banderas) pertenece a la genealogía de personajes almodovarianos dotados con el don, y al mismo tiempo látigo (como así se recoge en la cita de Truman Capote que aparece en Todo sobre mi madre), de la invención.
Pedro Almodóvar consigue con su último film ser otro, sin dejar de ser él. Lo que nos lleva a dos hechos incontestables. Uno, que a pesar de contar con un personalísimo universo ficcional que gravita sobre sí mismo, aquello que se llama un autor como la copa de un pino, está lejos de anquilosarse. Y dos, su posición de realizador consagrado internacionalmente, que puede presuponer cierto acomodamiento en las mieles del éxito, no es obstáculo alguno para que siga asumiendo grandes riesgos, como los que son aquí evidentes. Volver (2006) supuso el gran regocijo de prensa y público, pero al ferviente seguidor de su cine le dejó cierta inquietud, en cuanto era una perfecta obra de síntesis que parecía clausurar todo lo que había realizado hasta el momento. Y así fue, porque le dejó en una encrucijada que acabó siendo demostrada con Los abrazos rotos. En ésta recuperó la complejidad de la arquitectura dramática de La mala educación (2004), pero anunciaba una línea proyectiva hacia nuevos senderos.
La piel que habito consolida las huellas intuitivas que no acabaron de alcanzar exitosa forma en la anterior. Y es que, lejos de la exuberancia desenfrenada de una ya superada estilística pop de colores extremos, su arte está sometido a un cambio exotérmico tendente a la condensación y depuración. No obstante, la imagen no ha perdido ni un ápice de su fuerza, aquí generosa en picados, que denota cierto carácter manierista (aunque totalmente controlado), y como es nota común en su innegable oficio, sigue siendo igual de rica en significaciones simbólicas y lecturas subyacentes. Ha graduado y atemperado las fuerzas expresivas, hasta su humor ha sido rebajado para no romper la organicidad de la atmósfera creada, aunque no se niega el lujo de pequeñas líneas de fuga que recuerdan a su indomable espíritu provocador: cífrese la secuencia de Zeca (Roberto Álamo) con ese disfraz kistch de tigre (una violación que recuerda a ese delirio desorbitado que fue Kika, 1993), todo un déjà vu de aquel Pedro guasón que satirizaba con elementos de la baja cultura, insertados con calzador para manifestar una irredenta y sanísima actitud camp.
Almodóvar procede a una estilización casi inédita (similar a la de Hable con ella, 2002), donde como es costumbre en él, se sirve de los géneros como soporte y como marco, no como condicionante restrictivo, que guíe las directrices del relato con el que moldear, tanto el tono global del film, como la configuración de arquetipos. Del fantástico y del terror se apropia para sus intereses de la figura del mad doctor, bebiendo directamente de la cenital alusión cinéfila de La piel que habito, la cult-movie Ojos sin rostro (Les yeux san visage, 1960), o al menos, la que sirve como fuente de inspiración para crear cierta poesía malsana y retorcida desde unos trazos limpios y puros (alberga cuidadosos momentos líricos, especialmente en el tramo que sucede en el pazo gallego), desoyendo la tendencia habitual de abocarse al gótico. Existe un timbre aséptico, en consonancia con su orientación de anticipación científica, con alusiones a la transgénesis incluida, donde la cámara recoge con minuciosa meticulosidad el trabajo del doctor, tal como ya sucedía al observar la actividad del enfermero Benigno en Hable con ella. Pero no es menos cierto, que el realizador manchego también demuestra su querencia por el film noir, demostrada con creces en Carne trémula (1997), tanto en el dibujo de su personal femme fatale, como en albergar cierto tono onírico, cuando el film vuelve al pasado y procede a la legibilidad del primer segmento, una atrevida apertura en media res llena de interrogantes e inquietud. También el planteamiento de la trama puede hermanarse con aquellos argumentos laberínticos que rozaban el surrealismo, donde se albergaba al protagonista en una pesadilla, tipo Con la horas contadas (D.O.A, 1950), y no tanto con el recurrido melodrama folletinesco, aunque en su final ejecute una sátira consigo mismo, dejando patente lo extremo de la historia cuando Vera (Elena Anaya, en una composición rica en matices) explica a Cristina (Bárbara Lennie) el motivo de su desaparición.
Porque La piel que habito es sobre todo la lucha del compromiso que adquiere Vera con su identidad. En la construcción del ser perfecto, el cuerpo ya no es lugar de lo auténtico, simbolizado aquí a través de la piel sintética. Como si fuese el proceso inverso del transexual, que busca acomodar lo físico a su condición interna. En este trenzado de sueños en los que se fusionan el doctor Legrand y Vera planea un perenne aire fatalista, marcado por la expresividad majestuosa de la música de Alberto Iglesias, para advertirnos que lo que somos no puede venir impuesto por nadie.
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