La película de los hermanos Juan Felipe y Carlos Esteban Orozco Saluda al diablo de mi parte es el segundo intento del director y del guionista de adaptar los géneros de Hollywood al cine colombiano, añadiéndoles elementos que puedan considerarse característicos de ese país. El primero fue el filme de terror psicológico Al final del espectro (2006).
Parte del acierto consiste aquí en haber evitado los caminos más trillados, como afincarse en los modismos de una forma de hablar. Tampoco la historia tiene como eje el narcotráfico ni sus mafias. La Colombia del filme es un infierno de violencia de origen político sin final y sin medida, en el que los representantes de la ley son un eslabón más de la cadena de venganzas. Se trata de un western cruel y siniestro, fotografiado con los colores emblemáticos del género, donde la diferencia entre el bien y el mal no existe. Sólo se les opone la inocencia.
En el Fausto de Christopher Marlowe el infierno es el lugar sin límites, y su representación es igual en la película. No tiene límites la sed de venganza, que degenera en tiroteos absurdos de todos contra todos, y alcanza una intensidad que incluye asesinatos a sangre fría de inocentes y el uso de ácido para desfigurar o matar. La trama del secuestro que conduce a otro secuestro representa otro abismo, y una imagen similar evocan las declaraciones de Léder a una periodista. Son más o menos así: "En Colombia si alguien comete un asesinato le dan la pena máxima, pero si ha formado parte de un grupo que secuestra y asesina le reducen la condena, y si se porta bien hasta es posible que lo recompensen con un cargo público. Por eso, si usted piensa cometer un crimen en este país, lo mejor es pensar en algo muy grande". Lo infernal en la película es evocado finalmente por el nombre del personaje del ex guerrillero, Ángel (Edgar Ramírez), y su apodo, "Diablo". Es un ángel caído, como Lucifer.
Otro acierto de la película es el uso de un lugar común de representación irónica del protagonista, que pone al descubierto su condición de personaje de género. Léder le inyecta a Ángel un chip que permite rastrear sus movimientos e incluso escuchar lo que dice. Se convierte así en un punto en la pantalla del computador y es manejado de una manera análoga al control remoto, mediante las instrucciones que Léder imparte a su mano derecha, Luis (Albi de Abreu). De la misma manera es un instrumento al servicio de la historia genérica.
Pero la ironía trasciende la referencia trillada a los mecanismos de la narrativa cuando el límite de la resistencia humana de Ángel es rebasado. Aunque es capaz de ponerse de pie incluso después de recibir disparos y de haber saltado por la ventana de un edificio, llega el punto en que colapsa y se detiene; simplemente cae de bruces. Puede verse en ello una referencia a la destrucción progresiva del robot de Terminator, y en ese sentido se destaca el trabajo con el cuerpo de Edgar Ramírez, por su capacidad de expresar cómo las heridas hacen mella en él y de continuar, sin embargo, como una máquina hasta derrumbarse. Pero marca sobre todo el contraste entre una sed de venganza sin límites y la capacidad de una persona de carne y hueso de saciarla. Estar inmerso en el infierno de violencia que es Colombia es una empresa sobrehumana, parece decir así el filme. El país exige demonios de verdad, no criaturas que puedan mostrar las mínimas flaquezas de un ángel-diablo humano.
El problema es que las convenciones del género se manifiestan igualmente en la exigencia de establecer un pacto tácito para dar crédito a lo que puede llegar a ser demasiado inverosímil, como la escena del salto por la ventana. También en lo previsible que resulta el desenvolvimiento del protagonista. Pero sobre todo el género hace patentes sus limitaciones en la manera como cierra la puerta a la profundización en la psicología de los personajes. Más interesante es ver cómo las personas serían capaces de convertirse en demonios como los personajes del filme, no la manera mecánica como se desenvuelven en una historia genérica.
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