La potente obra de Sofia Coppola tiene un núcleo rector, cuya exposición es radicalizada al máximo en Somewhere. Y es que todas las criaturas de su mundo, las cuales hasta ahora siempre habían sido mujeres, están caracterizadas por un profundo sentimiento de alienación. Las hijas cruelmente apresadas por un conservadurismo patológico de sus padres en la perturbadora Las vírgenes suicidas (The virgin suicides, 1999), la chica ignorada por su novio y perdida en la inmensa metrópoli rebosante de estímulos de Lost in translation (2003), o la reina encerrada en su palacio, embriagada con excesos fastuosos de opulencia y derroche de María Antonieta (Marie-Antoinette, 2006). Johnny (Stephen Dorf), nuestro protagonista, es actor, y aparece hermanado por el mismo estado vital. Aquí ese sentimiento se corporeiza mediante el vacío existencial, pero sin ningún atisbo de náusea sartriana, precisamente por la decidida renuncia a recurrir a un psicologismo explicativo que permita hacer legibles los sentimientos de los personajes. No es existencia angustiosa, o al menos, nunca es visible para el espectador, pero es la planificación visual y la economía máxima de gestos la que somatiza el carácter hueco del personaje, el cual, por supuesto, no denota ningún estado placentero.
A diferencia de sus anteriores incursiones, donde el tratamiento pop y colorista entraba en penetrante confrontación con la desubicación y el desarraigo de sus personajes, en Somewhere, los oropeles de la fama son desnudados bajo la más aséptica de las miradas. Una perspectiva documentalista drástica que aleja cualquier sospecha de complacencia, supongo que como respuesta a los ataques (injustificados) que recibió con María Antonieta. De hecho, es fácil caer en la tentación de calificarla como obra menor, precisamente por su total aspecto de film deshabitado, pero estamos ante un cambio de registro en las antípodas de sus anteriores trabajos, donde saber encontrar lecturas visuales desde la inanidad más absoluta, tanto la del film como la de la vida de Johnny. El tratamiento, la puesta en escena, la duración de los planos (lejos del tempo narrativo típicamente norteamericano) y la perspectiva desde la que filma a sus seres están plenamente fusionados con la opaca interioridad del personaje. Incluso se atreve a sustentar el film a través de un pretexto argumental mínimo y trillado. A través del contacto con su hija, con la que apenas tiene trato, toma conciencia de su estado aletargado. Esa aparente falta de importancia dramática refuerza con creces la sensación de hastío, por caminos menos evidentes de los acostumbrados. Porque la falta de acontecimientos, o dejar la cámara grabando situaciones que son carne de elipsis, permite a Sofia Coppola trazar su sendero para impresionar el vacío metafísico que recorre el film. Un ejemplo, el plano secuencia en el que vemos cómo los operadores de efectos especiales le aplican un molde, borrando su rostro bajo una amorfa capa de yeso, hasta dejarlo solo, totalmente aislado. Una secuencia, sencilla en su concepción y limpia en su escritura, que hubiese caído en la sala de montaje en cualquier otro film más convencional, describe, desde la ausencia de signos, lo absurdo de la vida de Johnny, donde el actor que lo interpreta casi es un maniquí. Porque discretos detalles nos atestiguan de qué manera vive de prestado. Por ejemplo, cuando llega a su habitación de hotel (por supuesto, esa es su vivienda, el epítome máximo de la despersonalización), se encuentra una fiesta, en la que él permanece totalmente ajeno de ella, cuando se supone que debería ser el anfitrión. O cómo cada día es despertado para recordarle sus obligaciones promocionales.
Es tal su concisión que la primera secuencia inicial condensa el film y resume todo lo que hasta ahora hemos comentado. Un plano secuencia con cámara fija, en vista panorámica, filma una planicie sesgada en primer término por una carretera, que se adentra por el vector de la profundidad de campo, pero que el marco del plano no nos permite ver el recorrido completo. Un deportivo entra por el lado izquierdo y sigue por la carretera, entendemos que circular, hasta parecer de nuevo por donde había entrado. Sólo oímos el ruido de motor, que es el que nos hace seguir el coche cuando no lo vemos. Así varias vueltas hasta que para delante de nosotros y Johnny sale para quedarse impávido mirándonos. Una significación oblicua desde la claridad expositiva más absoluta, pero que escapa con sabiduría del academicismo.
Así pues, no es una película para todo tipo de público, pero tampoco es árida. Su aparente falta de sustancia, donde el qué y el cómo reciben un completo grado cero, pueden conducir a infravalorarla, si no se aplica una atenta mirada, dispuesta a interrogarse sobre esa ambigua visión apática y desapasionada del engranaje dramático. Su falta de énfasis, su nula intención de deslumbrar, sino de resguardarse y concentrarse en un pequeño espacio íntimo, el que se crea entre padre e hija, desde la más corriente de la cotidianeidades -lejos queda el glamour de las súper estrellas de Hollywood-, consigue demostrarnos que Sofia Coppola ya es una realizadora mayor. Para aquellos que la criticaron por su artificialidad y pretenciosidad de María Antonieta ya tienen su respuesta.
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