Carlos, el largometraje y miniserie de televisión de Olivier Assayas con Edgar Ramírez en el papel principal, es más que la historia del ascenso y caída de Ilich Ramírez Sánchez, el terrorista nacido en Venezuela y conocido por el alias del título, en lo cual se parece a las películas de gangsters. A través de sus operaciones espectaculares, entre las que destaca el secuestro de los participantes en la reunión de la Organización de Países Exportadores de Petróleo en Viena, en 1975, se muestra el funcionamiento de esa forma de lucha internacional que convirtió en cliché la exigencia de una aeronave para huir con los rehenes, antecedente del uso de los aviones como misiles contra edificios el 11 de septiembre de 2001.
Hay en la cinta una semejanza con los mecanismos descritos en filmes como La batalla de Argel de Gillo Pontecorvo (La battaglia di Algeri, 1966) y Estado de sitio de Costa-Gavras (État de siège, 1972), en los que las acciones de los terroristas ponen en marcha una serie de acontecimientos que conducen a su derrota. La diferencia es que la historia no se desarrolla en el territorio de una nación sometida al dominio colonial o neocolonial sino en el ámbito internacional. El protagonista dice al principio que se trata de la lucha de una red de combatientes que actúan en todo el mundo, desde el Frente Popular para la Liberación de Palestina hasta la ETA. Pero se produce un giro decisivo cuando Carlos es solicitado por Saddam Hussein para llevar a cabo el secuestro de la OPEP. Su grupo se convierte en instrumento de la geopolítica de la época de la Guerra Fría, que es representada con una complejidad que comprende las diferencias entre los países árabes y en el bloque socialista.
Uno de los aspectos más sobresalientes de Carlos es cómo muestra la forma de hacer política aprovechando el terrorismo. Ella se basa en una equivalencia entre el prestigio que le dan los medios de comunicación al protagonista por sus acciones espectaculares, lo cual determina el valor simbólico de sus "servicios" para la organización que los oferta a los financistas de las operaciones; las concesiones políticas que cada parte hace en las negociaciones que se ponen en marcha cuando se produce un secuestro o atentado, y el dinero que entra en juego como parte de las compensaciones. Todo eso es objeto de intercambios tras bastidores, como consecuencia de los cuales el destino del avión de los terroristas puede cambiar de Bagdad a Trípoli o Argel, y el asesinato del ministro de petróleo saudita por razones políticas puede transformarse en su liberación con pago de rescate a los combatientes revolucionarios.
También es resaltante la forma como es tratado el personaje de Carlos. Ella comprende un doble contraste irónico, entre su militancia de izquierda y una forma de vida de jet set, con estancias en lujosos hoteles y goce de prostitutas, y entre su papel de peón geopolítico y la importancia que se atribuye a sí mismo por las circunstancias que le permiten confrontar cara a cara al ministro de petróleo saudita para criticar su política y estar en la reunión en la que el jefe de la KGB plantea la necesidad de asesinar al presidente de Egipto, por ejemplo. El corolario es una fascinación de Carlos por el espectáculo de sí mismo, lo cual incluye la contemplación de su cuerpo desnudo en el espejo, tocándose los genitales.
El principal aporte del actor venezolano consiste en darle peso de humanidad a la estrella mediática que encarna. Por una parte se apoya en las formas de hablar y de comportarse características de la gente de su país, y que crean una disonancia con la figura de múltiples identidades falsas, que habla inglés, francés, alemán y árabe, además de español. Cuando Carlos grita de dolor o por la ira, el internacionalismo se percibe como la máscara de un aventurero fanfarrón nacido en Venezuela. Lo mismo ocurre con su brutal goce erótico del poder, que incluye la adoración de las armas y el sometimiento de las mujeres a un dominio despótico, que es a la vez sexual y político cuando forman parte de su organización. Su guerra no es la revolución socialista, que comprende la lucha por la igualdad entre los sexos.El vínculo entre la figura política y mediática, y la persona de carne y hueso está dado por la premisa de que la primera no debe destruir a la segunda. "Somos revolucionarios no mártires", les dice a sus compañeros en el secuestro de la OPEP, cuando ellos insisten en cumplir con la misión de asesinar al ministro saudita. Se debe a que Carlos entiende que las negociaciones que suceden a sus espaldas han llegado a un punto en que hacer eso no sería sino un suicidio, lo que en su caso no tiene sentido por el valor del símbolo que él encarna. Eso es lo que diferencia a la estrella del terrorismo del terrorista anónimo, cuyo único valor como signo es el que se desprende de su disposición a inmolarse como uno de tantos.
El problema es que si la relación signo-referente es central para el tratamiento del tema del terrorismo espectacular, el desacoplamiento entre una cosa y la otra es forzado en algunos aspectos. Si con eso se quiso poner de relieve que el valor de los atentados depende de su repercusión mediática y no de su eficacia, secuencias como una en la que los terroristas fallan dos veces al lanzar cohetes a un avión de israelí, y hacen blanco en uno de Yugoslavia, entre muchos otros errores que ocurren, le dan a Carlos un toque del infantilismo cómico del Scarface de Howard Hawks (1932) que desentona. La ironía es otra, que la política puede hacer con los revolucionarios como el capitalista con los obreros: los exprime y los bota.
Ficha técnica:
Carlos (Carlos, le film), Francia-Alemania, 2010
Dirección: Olivier Assayas
Producción: Marc Wächter, Jens Meurer, Daniel Leconte
Guión:Olivier Assayas, Dan Franck, Daniel Leconte
Fotografía: Denis Lenoir, Yorick Le Saux
Montaje: Luc Barnier, Marion Monnier
Interpretación: Edgar Ramírez, Ahmad Kaabour, Talal El-Jordi, Christoph Bach, Nora von Waldstätten, Rodney El Haddad, Julia Hummer, Juana Acosta, Badih Abou Chakra, Alejandro Arroyo.
Trailer: