La mitificación que a menudo envuelve los oficios cinematográficos no necesariamente ha de tender a ponderar una imagen positiva de su objeto. Quizá, el lector que entró a leer esta crítica con interés deliberado en la película y no de una manera casual temía que pudiera comenzar así. Pero no veo un mejor momento que esta introducción para marcar las pautas de un análisis condicionado, en buena medida, por lo que ahora cuento.
No es por seguir entrando al trapo en una insustancial y ya muy cansina polémica que no lleva a ningún lado, como le encanta a su ególatra protagonista -y que le hace las provechosas veces de poderosísimo aparato promocional-, pero a la hora de valorar el trabajo de Lars von Trier conviene no disociar la obra de la condición natural, la personalidad, el carisma, o como quiera llamársele, del autor. Dicho esto, añadiría que en lo que concierne a sus últimas películas, se hace recomendable haber indagado en su situación personal para una completa, o mejor dicho, correcta asimilación (aunque a lo global sí, es casi imposible hallarle un sentido pleno a cada particularidad, sin que nada quede desmontado). Tras una fuerte depresión, el cineasta danés filmaba Anticristo (Antichrist, 2009), una auténtica bomba de violencia claustrofóbica que narraba la tragedia de una familia devorada por la ansiedad hasta el punto de completar una lisérgica locura. Tal atentado psicológico sacudía la razón hasta el agotamiento; solo podía provenir de una cabeza que sabía de lo que hablaba. Contar el abatimiento desde su propio padecimiento puede entenderse, pero siempre será complicado encontrar las palabras adecuadas.
Anticristo hablaba de una deflagración de la consciencia de toda perspectiva real como respuesta lógica a un supuesto de nefasta posibilidad. Una excentricidad que llegó a buen puerto porque, en cualquier caso, todo era justificable. En cambio, Melancolía, se entrega sin causa a una simbología metafórica de disfraz cosmogónico que se ofusca en hacer de la (pos)depresión -lo que queda de ella- una transparencia casi subliminal y muy contenida. El arranque sobrio, e incluso intrigante, parecía funcionar como un prólogo a media escala de algún tipo de revelación seductora, donde Von Trier se aproximaba tanto en la forma como en el contenido a la áspera perturbación de su colega Thomas Vinterberg en la magistral Celebración (Festen, 1998). Sin embargo, esas primeras reacciones contradictorias de Justine, lo único que anunciaban era una paulatina refracción al entrar en aquella deformación insana generada en Anticristo. En este nuevo medio, mucho más denso y farragoso, el alma torturada que el danés ha resuelto transferir a sus últimos trabajos se estanca en las oscuras angulaciones de una abstracción que se desparrama sin fronteras imaginables.
Aún a riesgo de sonar pretencioso a estas alturas, no podría asegurar que Melancolía no me ha gustado. Más correcto sería afirmar que no me ha convencido. Como propuesta artístico-reflexiva deja que desear. La coincidencia en el tiempo con el estreno de El árbol de la vida (The Tree of Life, Terrence Malick, 2011) le juega una mala pasada. El paradigma filosófico apoyado en la ciencia-ficción podría haber ayudado si no evocara con tanta puntualidad el crédito de una obra maestra como Solaris (Solyaris, Andrei Tarkovsky, 1972). ¿Qué queda entonces? Un sentimiento presuntamente análogo que pretende emparentar dos películas consecutivas pero incompatibles, por estar realizadas bajo estados anímicos diferentes (y es aquí donde quería llegar con la introducción), pues el único nexo fehaciente y concreto entre ellas sería el déjà vu del compulsivo desquiciamiento que posee a una prodigiosa Charlotte Gainsbourg. Mas, todo es relativo según su lectura. El planteamiento es complejo y exacto, la melancolía viene y va, como el misterioso planeta, sin atender a razones lógicas —y la abulia de El ángel exterminador (Luis Buñuel, 1962) nos parecía surrealista...— y podría darse el caso de un "contagio": de este modo, el danés entronca el origen con el final de su obra, regurgitando el incógnito germen de Epidemic (1987).
Victor Hugo dijo que la melancolía es la felicidad de estar triste. Lars von Trier ha mencionado en varias ocasiones que sus películas son para sí mismo. Combinando estos enunciados como una "entusiasta" fórmula de resolución esperpéntica, y obviamente destructiva, alcanzaríamos a comprender el sentido ulterior de las imprecisas divagaciones de Melancolía como un proceso recesivo de núcleo antidifamatorio, un suntuoso avance hacia una estación atenuada de una enfermedad asumida.
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