Pocos directores pueden permitirse materializar una idea desarrollada hace casi sesenta años atrás, escenificarla en el mismo sitio donde filmaron su primer cortometraje hace ya ocho décadas y estar llevando a cabo la filmación de su nueva película, mientras estamos sentados en la sala, viendo la última que de momento lleva su firma, permitiéndonos creer firmemente en la posibilidad de que en un año podremos estar viendo la próxima. Estamos hablando de Manoel de Oliveira, el legendario cineasta portugués de 102 años de edad que aún no parece estar muy dispuesto a despedirse del mundo. A diferencia de Billy Wilder, el longevo realizador de Viaje al principio del mundo pareciera tener más predilección por la idea de terminar sus días en medio de una jornada de trabajo que recostado en la cama de una amante y siendo asesinado por el marido de la misma, como ambicionaba el célebre (y también longevo) cineasta americano de Sunset Blvd.
El extraño caso de Angélica es una película reposada, paciente, dotada de belleza y melancolía, que oscila delicadamente entre la vida y la muerte, a través de la mirada de quien ya lo ha visto todo, pero que aún no ha perdido la capacidad de sorprenderse ante el hallazgo de lo extraordinario. De Oliveira parte de un acontecimiento autobiográfico y decide situar la historia en un pequeño pueblo ubicado a orillas del río Duero, donde el realizador portugués filmó su primer cortometraje en 1931, un trabajo experimental de veinte minutos de duración llamado Faena fluvial en el Duero, al cual las referencias lo inscriben dentro del marco de las vanguardias europeas de "sinfonías de ciudades" muy presentes en aquellos años (con Berlín, sinfonía de una gran ciudad, de Walter Ruttman, como ejemplo paradigmático). El protagonista es Isaac, un joven fotógrafo judío (el detalle religioso no es trivial, dado lo fuertemente arraigado del catolicismo en el pueblo donde transcurre el relato), que pasa sus días solitariamente en un cuarto alquilado, recitando poesía en voz alta y sacando fotos a todo lo que lo rodea. Una noche de lluvia torrencial recibe el aviso de que una influyente y acaudalada familia de su pueblo requiere de sus servicios para retratar a Angélica, la mayor de sus hijas, quien ha fallecido recientemente, a poco de haber contraído matrimonio. Isaac (interpretado por el nieto del realizador, Ricardo Trêpa) es llevado hacia la casa donde se realiza el sepelio y se encuentra con el cuerpo tendido de Angélica, quien yace en su ataúd con la cabeza inclinada, una ligera sonrisa a labios cerrados y sosteniendo un ramo de lilas en sus manos. Vale mencionar que Angélica es interpretada silenciosa pero vitalmente por Pilar López de Ayala, la mujer-obsesión del protagonista de En la ciudad de Sylvia, de José Luis Guerín, demostrando que se trata de una mujer que pareciera conducir a la locura a cualquier hombre que se digne a perseguirla. Luego de superar el impacto y la impresión inicial, generados por la belleza de la difunta, Isaac empieza a tomar algunas fotografías y cree ver, por un instante, que Angélica abre los ojos y sonríe hacia la cámara, cumpliendo con el protocolo tradicional de que todo aquel que posa para una fotografía debe sonreír siempre. Isaac, perturbado ante esta visión, no podrá recuperarse del acontecimiento y pasará el resto del relato sumido en sus delirios y fantasías, donde Angélica se le presentará cada noche en su habitación como un espectro en medio de la oscuridad para llevarlo a un viaje fantástico por los cielos nocturnos, sobrevolando el Duero.
Las extraordinarias rutinas de Isaac contrastan con el aquietado modo de vida de los habitantes de su edificio, quienes no pueden evitar dispersar todo tipo de rumores sobre las extrañas conductas de su vecino. Absorto en sus pensamientos, Isaac ni siquiera podrá permanecer sentado en la misma mesa desayunando con los demás huéspedes, quienes pasan el tiempo en medio de lacónicas conversaciones (un registro del habla habitual en la filmografía del realizador, heredada de su pasión por el teatro) y alusiones superficiales sobre la crisis económica europea y la influencia de los astros en la vida de las personas (desmintiendo la errónea información que brinda IMDB, donde se afirma que la acción transcurre en la década del cincuenta). Solo el canario de la encargada del edificio pareciera guardar algún tipo de conexión con el estado mental de Isaac, así como también el canto de los labradores que surcan la tierra en las viñas del pueblo, a cuyas faenas el fotógrafo también perseguirá con cierta obsesión a través de su cámara fotográfica.
De Oliveira se vale de la ausencia absoluta de movimientos de cámara, de una elegante musicalización y de una rigurosa planificación del espacio que, como muy bien señala el crítico norteamericano Nick Pinkerton en su reseña para el Village Voice, posibilitan al espectador distinguir con total claridad las fronteras que delimitan la discreta existencia de este fotógrafo sumido en sus propias fantasías, incrementando el grado de inmersión en la película. Como también ocurre en Antes del atardecer (2004), de Richard Linklater, o en En tierra hostil (The Hurt Locker, 2009), de Kathryn Bigelow, la puesta en escena es tan nítida y precisa que uno podría sumergirse en la película y recorrer de memoria el camino desde el cuarto de habitación de Isaac y los viñedos donde trabajan y cantan los labradores que el fotógrafo persiste en retratar y cuyo canto servirá de emocionante coda para la película. Una hermosa contradicción formal propia del cine del portugués, quien sostuvo en más de una oportunidad que su interés por el teatro es superior al del cine y que ve en este último un mero medio de representación del primero.
Los sueños y delirios de Isaac son representados con efectos visuales simples, de un primitivismo cautivante, como si la película se remontara a los tiempos del cine mudo, a aquellas películas que seguramente De Oliveira vio en persona durante su infancia y adolescencia, y de cuya magia los espectadores solo podían distanciarse con el ruidoso sonido del proyector, que encuentra en esta película su equivalente en el camión de basura que interrumpe cada mañana los sueños del protagonista. Tanto en su representación del estadio "terrenal" como del fantástico, El extraño caso de Angélica demuestra ser la clase de película que adopta las formas y se mimetiza con la visión de la existencia que tiene su protagonista.
Tratándose de una película realizada por alguien tan cercano a la muerte como De Oliveira, las primeras lecturas sobre el film conducen inevitablemente a la mención de palabras tales como testamento, epitafio y demás fetiches mortuorios que harán las delicias de cuanto crítico perezoso que se refiera a la película, pero teniendo en cuenta la vitalidad del cineasta portugués y la ligereza que suele transmitir con cada nueva entrega, no sería insensato deducir que quizás nos estemos encontrando mucho más cerca de un elogio hacia la persecución de la belleza y de una celebración de todo aquello que nos mantiene vivos, aun en términos de obsesiones, que de una reflexión sobre el paso del tiempo y la cercanía de la muerte. Esperemos encontrarnos dentro de un año levantando otra copa junto a Don Manoel. Hay motivos para seguir creyendo.
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