Empieza la guerra en el Líbano, en 1982, y un tanque solitario nos transporta junto a cuatro jóvenes soldados israelíes al interior del combate. El director nos encierra a todos dentro del tanque y nos hace sentir la guerra directamente, visceral. No hay cuartel, no hay forma de escapar del espacio oscuro, metálico, incómodo, ardiente, hostigante.
Shmulik Maoz ha hecho una película extraordinaria. Cuatro elementos la van matizando, tejiendo una historia que se va revelando con maestría: el encerramiento claustrofóbico que condiciona a los protagonistas, llevándolos a sus límites mentales; el contacto visual con el mundo exterior, limitado al lente de un periscopio por el que solo observan el operador y el espectador y que el director usa como cámara alterna para dar algún sentido racional a lo que está sucediendo; los ruidos que hace el tanque, especialmente los del mecanismo de ajuste del periscopio, a modo de banda sonora prevalente, acuciante, pero que de alguna manera nos indican que las cosas funcionan, pero con una lentitud mecánica desesperante y la puerta de la cubierta del tanque, que se abre solamente cuando visitantes externos se acercan para dar órdenes, como si se tratara de la reja de una cárcel.
En el mundo exterior, la devastación de la guerra penetra por el visor del tanque y por la radio de comunicaciones. Pero para los tripulantes del tanque la ignorancia es casi total. Nunca saben realmente dónde están, ni para dónde van, ni cómo pueden llegar a la meta de su misión, que se convierte en un lugar mítico demasiado lejano.
El trabajo de cámara debe destacarse. Aunque los planos cercanos son abundantes y los personajes escasos, nunca se llega al agotamiento de las imágenes. Cada toma de cada personaje revela un nuevo aspecto de la tragedia que se desarrolla, a través del trabajo de luces y sombras y del manejo de los colores y de los brillos. Las pieles y las caras se muestran como pocas veces se hace en el cine de guerra, con tonos grises, verdosos, donde las manchas son esenciales, expresionistas. Los actores se comprometen en verdad y sus miedos y sus desesperos son tan vívidos como la certeza de que no saben lo que pasa, de que están atrapados.
Los diálogos dejan ver gradualmente cómo son los mundos interiores de los personajes, de una manera tensa, cortada, afectada por los modos militares de hablar, pero claramente humana. No hay pretensiones de valentía o de arrojo heroico, ni de liderazgo que resuelva las dudas y asegure el éxito. Más bien se trata de las reacciones de hombres introvertidos y nerviosos ante las circunstancias apabullantes, iluminadas aquí y allá por chispazos de sentido común y de intentos de poner orden, con cierta dosis de inteligencia cerebral y emocional en la angustiosa situación.
Esta es una película donde se hace muy importante el examinar la dependencia del hombre con respecto a las máquinas y las implicaciones que ello tiene sobre el funcionamiento humano. El tanque actúa como la piel de las personas, como sus pies, sus ojos y su tacto, incluso como su gusto y olfato. El simple acto de orinar es un acto mecánico, de sonido metálico y la película se entretiene en ello. La comida y el agua tienen aspecto grasoso; el hecho de afeitarse no limpia la cara: la llena de manchas negras. Las personas se van endureciendo, se vuelven aceradas, pero no logran alcanzar la fortaleza ni la pureza del acero inoxidable; se van volviendo como el tanque mismo, de hierro corruptible, ruidosas, lentas, fuertes y débiles, sujetas a la rotura. Cuando el tanque deja de funcionar, sobreviene una parálisis mental; cuando el tanque responde, surge un cierto optimismo. Entonces pareciera que no siempre se lograra lo que está escrito en el tanque protagonista de esta cinta: "El tanque es de hierro, el hombre es de acero".
La película obtuvo el León de Oro en el 66º Festival Internacional de Cine de Venecia. Después de ganarlo, Maoz comentó que en ella cuenta un historia como las que vivió en su época de soldado y señaló que dedicaba el premio a los miles de personas en todo el mundo que vuelven de las guerras, sanos y salvos. "Pareciera que están muy bien, trabajan, se casan, tienen hijos. Sin embargo, dentro de la memoria seguirán siendo apuñalados en su alma".
Con películas como esta, naturalmente, se tiene la intención de ir resquebrajando las bases de las guerras, ya que se las muestra descarnadas, poco heroicas, llenas de frustraciones, sin glorias, arbitrarias, riesgosas. La música, por ejemplo, carece de acentos o de marchas militares. Es lúgubre, de tonos solitarios, poco orquestados, que contribuye a que la historia sea austera, pero clara en sus intenciones.
A modo de símbolo, todo comienza y termina en medio de un inmenso campo de girasoles, con escenas de colores vivos y soleados, y en medio de la dureza del encierro, uno de los protagonistas recuerda una historia de juventud sobre ligeros y pasajeros amores fogosos de adolescente, mientras que por primera y única vez hay sonrisas en las caras de los jóvenes soldados. Es como una sugerencia en medio de la guerra, para dejar que las sonrisas, los soles y las flores derritan lo metálico que hay en los hombres, con la esperanza de que cesen la violencia y la guerra.
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