El revival kitsch de variante sensiblera que lleva unos años instalado en el cine de terror parece haber acumulado una notoriedad tal que podríamos estar experimentando, sin habernos dado cuenta, la apresurada e inconsciente reformulación de los códigos de todo un clásico. Por este hecho, además de por la nostalgia de las cosas bien hechas, es de agradecer cuando algún director se atreve a echar el freno a tan peliaguda transición y es capaz de hacerse notar recurriendo a las formas tradicionales. Mientras duermes constituye el mejor ejemplo, en mucho tiempo, para ilustrar esta teoría. A propósito, en este número de EL ESPECTADOR IMAGINARIO he reseñado otro caso similar en la intención, diferente en el género: Sylvain Chomet ha logrado hacer sobresalir la melancolía pictórica de El ilusionista (L'illusioniste, Sylvain Chomet, 2010) sobre el imperio de la animación tridimensional. No obstante, la buena prensa que siempre concede la obra póstuma de una celebridad funciona como un motor mucho más potente que el de la simple emulsión de referencias de los grandes patrones. Por supuesto, el mérito está en igualar la carrera.
Aunque pudiera parecer que exageran esas voces que le sitúan en un espectro estilístico cercano al de Polanski (si bien es cierto que existe un vínculo argumental y atmosférico, bajo el marco de las comunidades vecinales, con La semilla del diablo/Rosemary's Baby, 1968, o El quimérico inquilino/Le locataire, 1976), Jaume Balagueró ha logrado satisfacer la única y estricta necesidad que requería su filme, un nauseabundo olor a mierda que se percibe desde los primeros (y negrísimos) planos, con el añadido de un importantísimo detalle (muy a tener en cuenta en el análisis de la teoría de la reformulación contra la de la tradición del género): la ausencia total del susto o sobresalto, que rehabilita el primer terror, basado no tanto en lo explícito como en lo psicológico. Pero, para no anclarse en la fútil añoranza, introduce estos antiguos ingredientes en un molde moderno, el del desasosiego y la ansiedad de la sociedad contemporánea que preconizan autores como Michael Haneke o incluso el propio Polanski; huir de lo sobrenatural para apuntar que el verdadero horror es muy real y concreto.
Para personificar este germen de putrefacción ha apostado sobre seguro. Y es que poco se puede decir que no se haya dicho ya sobre los papeles protagónicos de Luis Tosar. Su personal configuración del villano le ha hecho ganar dos Goyas y no existe ningún actor español que encarne el mal como él (me atrevería a decir que ni siquiera el Bardem de No es país para viejos/No Country for Old Men, Joel e Ethan Coen, 2007). La víctima, Marta Etura, baila a su son, pero está muy correcta, como siempre. Solo me chirría San Juan. Será culpa mía, pero cuando le veo solo puedo pensar en comedias y, a lo tonto, este detalle sirvió para que sintiera la escena de la muerte de su personaje con un punto extra de sordidez, ya de por sí pavorosa por el mutismo de unos ángulos cenitales que convierten al espectador en un privilegiado testigo de excepción, casi cómplice, de una agresión con vocación de cotidianeidad.
La intensa sinergia entre la dirección de actores del cineasta catalán y la composición maestra de Tosar han situado la categoría del antagonismo (o, casi mejor dicho, del protagonismo "negativo") en un estadio superior, o por lo menos en un lugar del imaginario narrativo donde el público nunca esperaría encontrarlo; la escena de la escapada del piso, con los amantes conscientes en su interior, genera una sensación inédita en el género de terror, una imprevista y espontánea empatía -casi afección- hacia el psicópata. Que el personaje no exteriorice con nitidez una motivación no es un error de imprecisión, sino el mejor rasgo de una personalidad trastornada. La ausencia de una manifiesta declaración de intenciones hacen de César una creación incierta y perturbadora, donde confluyen la maldad racional con la inconcreción de la esquizofrenia: se muestra blando cuando podría ser brutal. Sin embargo, cuando el nivel de incomodidad o de repulsión en la acción alcanza un nivel límite, la cinta tiende a autorregularse, se formaliza, como un automático que salta (la presencia de San Juan es, en sí misma, una prueba de ello).
Por si fuera poco, Mientras duermes dispone un mullido colchón bajo su acertada recuperación del patrón primitivo del terror y la garantía de sus interpretaciones en forma de solazado equilibrio entre una impecable puesta en escena -destacando la soberbia iluminación que acentúa la dualidad visceral/maquiavélica de César- y unas nimias deficiencias de guión (¿qué película de terror carece de ellas?) con un sentido casi buscado, de enésimo homenaje al género, como la que tiende la fea treta de la luna del coche, de nuevo parte del juego entre racionalidad y locura. Sin que suponga un problema relevante de eficiencia, lo que sí resbala descontroladamente por arrastrar gran parte del peso de la trama, es el tira y afloja mecánico y constante entre el envite del captor y la perenne defensa involuntaria de la víctima.
La buena noticia es que, con una especie de retorno conceptual a sus orígenes (Los sin nombre, 1999), Balagueró podrá gozar por fin del beneplácito de una crítica reacia a aplaudirle como lo hiciera el público por sus trabajos más transgresores. La mala es que, por desgracia, estas cintas de género (salvo contados casos de buenos padrinos como el de El orfanato, Juan Antonio Bayona, 2007) suelen ser pasto de festivales temáticos o minoritarios e ignoradas por los premios comerciales. Ojalá en el próximo mes de febrero se confirme mi equivocación.
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