En Newen mapuche, la fuerza de la gente de la tierra, de Elena Varela (Chile, 2010), el documental se combina con la película de espionaje. Es un filme sobre la lucha de los indígenas mapuches contra las empresas forestales que se han instalado en sus tierras y consumen su agua, pero está lleno de los tópicos del segundo género: entrevistas a escondidas en bares, conversaciones registradas en grandes planos generales para hacer indiscernible el rostro del interlocutor; entrega de sobres con información confidencial y una cesta que alguien deja en la puerta de la casa; llamadas telefónicas en las que no se pronuncian nombres, y frases como "si usted se cuida, nos cuida a nosotros". Hay incluso una burla de la iconografía de los procedimientos policiales: el filme comienza con unos planos de una bandera del MIR, uniformes militares, fotos, diversos documentos y latas de película bajo la luz de flashes, una puesta en escena típica para la prensa de lo incautado en un allanamiento.
La estrategia retórica es reforzar en el espectador la impresión de que lo que relata la cinta tendría que ser ficción. En una democracia no deberían ocurrir cosas como la que relata Newen mapuche, tanto en lo que respecta a la represión como a las razones por las cuales se reprime. Y la realidad es como una mala película de Hollywood: los indígenas deben actuar como agentes secretos porque la respuesta a sus reclamos y desobediencia civil ha sido la aplicación de las leyes contra el terrorismo promulgadas por la dictadura. La documentalista también fue víctima de una represión similar a la que sufrió cuando era estudiante bajo el régimen militar. A Elena Varela la detuvieron y la acusaron de estar vinculada con un grupo subversivo, y en el allanamiento de su casa le incautaron lo que había grabado para Newen mapuche. Evidentemente esa era la verdadera razón del arresto, apoderarse de un material posiblemente útil para la desarticulación del movimiento de resistencia de los indígenas.
El documental responde así a los cambios en las circunstancias políticas. Bajo una dictadura, la difusión de las películas de denuncia está forzosamente limitada a círculos clandestinos de resistencia, en el país, o de gente que simpatiza con ellos, en el exterior. Eso permite entender por qué muchas veces parecen o son filmes hechos para convencer a los convencidos, como se dice. Pero cuando hay democracia, incluso a pesar de las leyes antiterroristas está abierta la posibilidad de llegar a un público más amplio, ante el cual pueden funcionar argumentos como el "aunque usted no lo crea", apoyado en referencias al cine comercial. Y si se gana su favor de esa manera, posiblemente también la gente esté dispuesta a considerar el fondo del problema ocasionado por la actividad de las empresas Arauco y Mininco, y a entender que, si los indígenas han violado y violan la ley, lo hacen para recuperar sus tierras y tener agua.
Con su manera de presentar a los mapuches, Newen mapuche plantea también una pregunta sobre la democracia. A los que no están familiarizados con el discurso de las resistencias indígenas probablemente les sorprenda la serenidad de una razón que suele desplegar sus argumentos sin hacer casi ningún tipo de teatro. Las secuencias grabadas en el estudio de Marichiweu, la radio de la resistencia mapuche, mantienen el tono de tertulia aunque el tema de conversación sea una cuestión de vida o muerte para ese pueblo. La líder Patricia Troncoso sabe que su defensa ante el tribunal es registrada por las cámaras, pero aunque sabe que a través de ella habla su pueblo y aspira a ser escuchada por la ciudadanía, no se exalta.
El discurso indígena en la película es así la antítesis perfecta de El triunfo de la voluntad de Leni Riefenstahl (Triumph des Willens, 1935), en el que los ladridos de Hitler tienen la fuerza de un odio terrible que los impulsa a convertirse en actos, pero sin ningún sentido, sin ninguna razón. Además de llamar la atención sobre las historias de agentes secretos que no deberían estarse desarrollando en un país democrático, Newen mapuche recuerda de esa manera que debe existir una diferencia entre la verdadera democracia, que es la del debate racional, y el espectáculo que montan los políticos, por ejemplo, cuando visitan a los mapuches. Tanto ellos como los indígenas saben que esas palabras en el fondo no tienen ningún significado, pero tienen una fuerza que históricamente se ha traducido en el exterminio, lo que no deja de guardar cierto parecido con los discursos en los actos de los nazis en Nuremberg, en 1934.
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