En el cine hay emociones para las que no siempre pareciéramos estar del todo bien preparados. Gestos o acciones que desearíamos ver en nuestra propia vida y con nuestros propios ojos, pero cuando emergen en proporción panorámica algo rechina, nos hacen ruido. Escenas en las que quisiéramos creer, acordes que quisiéramos escuchar, hechos que ensalzarían la condición humana de todos aquellos a los que viéramos realizarlos, pero que por algún extraño motivo no parecemos dispuestos a tolerar bajo el grano del celuloide. El cine clásico nos llenó los ojos (y los oídos) de nobleza, de personajes, de gestos y acciones nobles, y no parecemos inquietarnos en lo más mínimo por ello, como si todos aquellos valores fueran cuestión de otro tiempo, de otro cine, de otros cineastas (Raoul Walsh, Frank Capra). Pero estos son otros tiempos. Hay cosas en las que a veces los productores parecieran estar mucho más dispuestos a creer que nosotros, con horizontes de dinero por delante. Y en algunos otros casos, está alguien como Steven Spielberg (que sí, es productor, que sí, es millonario), dispuesto a creer en todas aquellas cosas. Y acá, justo acá es donde se produce el milagro. Hay bandas de rock cuyos integrantes pueden ser empresarios, pero su música jamás suena a caja registradora. Y aunque recaude millones, aunque toque con instrumentos costosos, el cine de Steven Spielberg no me suena ni me sonará nunca a una caja registradora.
Spielberg debe ser uno de los realizadores que más veces nos puso en un lugar incómodo con su puesta en escena de altruismos, heroísmos y otros ismos que tienden a irritarnos tanto. Fue él quien nos hizo creer que todo un pelotón de soldados americanos durante la Segunda Guerra Mundial estuvo dispuesto a entregar su vida por el rescate del único sobreviviente de una familia de hermanos que debía regresar a casa por orden del ejército de su país. Fue él quien nos hizo creer que el personal de seguridad de un aeropuerto podía ponerse del lado de un inmigrante retenido por no poseer autorización legal para ingresar en los Estados Unidos. Fue él quien nos hizo creer que un grupo de operaciones del Mossad podía salir a matar a una célula de terroristas islámicos en nombre de una causa a la que defendían con plena convicción en defensa de su tierra, de su sangre y de su familia (en la que quizás sea su película más audaz y políticamente jugada hasta la fecha). Algo autoriza a Steven Spielberg a hacer todo esto. En principio el hecho de que no está tratando de convencernos de nada, sino de mostrarnos el mundo en el que él quiere creer, aunque éste diste mucho del real. En sus películas, el mundo tiende a ser algo espantoso pero con la suficiente dosis de encanto y de fantasía como para contrarrestar (o atenuar) sus horrores. Guerras, invasiones alienígenas, dinosaurios, burocracias migratorias, gobiernos revanchistas y homicidas, un camión asesino sin conductor visible, un enorme monstruo marino, todos ellos puros mac guffins para sobresaltar las cualidades de los seres humanos a la hora de confrontar con cualquier horror que pudiera estar aguardando allí afuera. En este sentido, Spielberg no es un cineasta de la evasión. Sus personajes no viven en mundos alternativos, no edifican sobre la arena (como los de Guillermo Del Toro o los de Tim Burton o Peter Jackson) sino que tienen los pies bien puestos sobre la tierra. Hay capacidad para amar en cualquier construcción humana (ver Inteligencia Artificial, ver también a los precogs de Minority Report), lo que convierte al realizador en un humanista legítimo. Hubo tiempos donde Spielberg se pareció demasiado a un chico escondido bajo la cama de su dormitorio, con luces blancas e intermitentes traspasando sus ventanas. Pero de un tiempo a esta parte, los personajes de Spielberg han salido de su escondite, dispuestos a enfrentar cualquier adversidad. Spielberg no siempre juega limpio, es cierto. A veces necesita de los recargados haces de luz de los reflectores HMI de Janusz Kaminski, dispuestos a inundar de costosa iluminación hasta el más misérrimo de los hogares. Otras veces necesita del pomposo subrayado musical de John Williams. Sus producciones parecieran no poder prescindir del enorme despliegue de efectos, pero Spielberg ya ofreció sobradas muestras de que el diseño de producción, el montaje y la puesta de cámara están siempre al servicio de la narración. Y siendo el más grande narrador cinematográfico de todos los tiempos, Steven Spielberg seguirá insistiendo sobre los mismos temas, ya no podemos pedirle que cambie o que sea distinto.
Caballo de Guerra es el Spielberg de aliento épico, el de los inmensos planos generales (sí, muchachos, ya sabemos que por acá anda el espíritu de John Ford, no molesten con eso). Spielberg nos ofrece una historia de amor entre un joven y un animal en el marco de la Primera Guerra Mundial, y como en todo gran relato clásico, nos ofrece muchas otras cosas más. Nos ofrece cabalgatas rojas y verdes, por las praderas, pero también otras marrones y llenas de lodo, por el barro del campo de batalla. Nos ofrece a dos actores poco frecuentes en el mainstream: a los escoceses Peter Mullan y Emily Watson. Nos ofrece grandes escenas. La primera de ellas, el asalto sorpresivo de la caballería inglesa al campamento alemán en territorio francés, un emocionante y vibrante travelling, cuya continuidad desemboca en la ausencia de aquellos soldados que no lograron traspasar la zona de ataque, mientras los caballos prosiguen veloces con su carrera. La segunda escena, una ejecución deliberadamente oculta con las aspas de un molino, muestras del pudor cinematográfico de Spielberg, alguien que sabe distinguir entre grandes masacres tras el desembarco de soldados en una playa y un asesinato fuera de campo cometido en un sótano y bajo los oídos tapados de una niña que canta una canción. Hay un valiente oficial británico de caballería, hay dos jóvenes voluntarios del ejército alemán que desertan de una peligrosa misión (sí, hay alemanes “buenos” en el cine de Spielberg), hay una niña huérfana que vive con su abuelo en la campiña francesa bajo el constante asedio del ejército alemán. Hay hazañas y proezas, las de un caballo que puede arar la tierra bajo una lluvia torrencial ante la atónita mirada de un pueblo entero. Hay una inolvidable corrida solitaria con el más doloroso alambre de púas del que tengamos recuerdo. Y hay gestos heroicos, hay manos que se estrechan, de bandos enemigos, y que harán saltar nuestra aguja del medidor de credulidad, a prueba de cínicos. Hay cosas que si hubiéramos visto en cualquier otra película contando con diez años de edad hubiéramos seguido llorando hasta el día de hoy.
No siempre es fácil, pero traten de hacerme caso. Si creen por dos horas y media en el mundo en el que Spielberg quiere creer, la recompensa será enorme. Caballo de Guerra es una gran película.
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