De pequeños, vuestra madre a veces os ataba una cinta al brazo o en el pelo. El color blanco debía recordaros, después de cometer una falta, la inocencia y la pureza. Yo creía que a vuestra edad, la virtud y la rectitud habrían llenado vuestros corazones, lo suficiente para dispensaros de estos recordatorios. Pero estaba equivocado. Mañana, después de que os purifiquéis mediante el castigo, vuestra madre os atará una cinta blanca que llevaréis hasta que vuestro comportamiento nos permita volver a confiar en vosotros.
Este diálogo es del pastor del pequeño pueblo de Alemania del norte en las vísperas de la Primera Guerra Mundial, lugar endogámico donde transcurre el film. Y como tal, da sentido al título del largometraje. Película ganadora de la Palma de Oro y del premio Fipresci en el Festival de Cannes y nominada con cuatros premios en la 22° edición de los European Film Awards, nos llega uno de los films más importantes del año. En España pudo verse por primera vez en el festival de San Sebastián y nosotros la vimos en la clausura del Festival de Cine Negro de Manresa.
Michael Haneke comenta que ha necesitado diez años para levantar este proyecto. Una realización en la que por primera vez, para combatir la represión de la memoria, vuelve su vista al pasado, al inicio del siglo XX, para indagar en las raíces culturales y sociales que empujaron al pueblo alemán a abocarse al fascismo. Los jóvenes de esta (¿apacible?) localidad serán los nazis del futuro. Si en Caché (2005), Haneke pedía responsabilidades al burgués Georges Lauren (Daniel Auteuil) por una acción que realizó siendo niño, aquí indaga en los mecanismos de interiorización del odio y la violencia en la infancia.
Así, seremos testigos de cómo el rencor y la agresión, como manifestación visible y externa, se enquistan en la comunidad como una carcoma que devora, fagocitando la humanidad de unos seres aprisionados entre una férrea jerarquía de poder, mediada por el barón y la Iglesia.
La violencia en su cine es un centro neurálgico capital en su ya larga filmografía. En muchas ocasiones, desde una posición (insidiosa) de intelectual en la atalaya, ejecuta sus relatos para interpelar de forma directa al espectador. Para ello se suele servir de un estilo distanciado, en el que predominan grandes silencios, planos secuencias y un uso del fuera de campo para sugerir más que para mostrar, y así, buscar la empatía intelectual del público ante lo que ve. En su actitud reflexiva en torno a la violencia, busca el estímulo revulsivo que agite la conciencia del receptor. Apela a elementos cognitivos antes que a emotivos, exigiendo sujetos constructores de sentido. Es difícil situarse de forma pasiva ante un film como Funny games (1997) o La pianista (La pianiste, 2001). Contrario a facilitar respuestas fáciles a enunciados complejos, en torno a la representación ficcional de la violencia, en una sociedad dominada por el vacío, la alienación y la incomunicación -elementos que conllevan al individuo a una glaciación de los sentimientos, concepto que utiliza para englobar tres de sus primeros films-, Haneke juega con la ambigüedad, como mecanismo abierto, interrogando a la manera socrática para que sea el propio espectador quien encuentre sus propias respuestas en su interior. El problema deviene cuando Haneke se sitúa en una posición de superioridad moral frente al receptor. Cuando le pierde su voluntad instructiva y sitúa por debajo a la audiencia en su discurso filosófico. Un ejemplo: El tiempo del lobo (Wolfzeit,2003) película que tuve la oportunidad de comentar en "El cuaderno rojo".
No es el caso de La cinta blanca. En ella, por primera vez en su cine, vemos una preocupación formal destinada a crear belleza estética, siempre en la búsqueda de una composición pictórica en la construcción de los planos. Rigurosidad cartesiana y elegancia estilística guiadas por el patrón del ascetismo tan apreciado de su admirado Robert Bresson. Existe en su plástica, plenamente clasicista, una rememoración nórdica (de Dreyer a Bergman), gracias a una excelente fotografía llevada a cabo por Christian Berger. Permanecen en la memoria, aquellas sublimes escenas nocturnas que tratan de emular la iluminación que dispondrían, en aquel entonces, las casas a través de pequeñas lámparas de gas. Una solución luminotécnica que recuerda a aquellos experimentos lumínicos que llevó a cabo Stanley Kubrick en Barry Lyndon (1975).
Haneke afirma que la fotografía en blanco y negro y la voz en off del profesor de la aldea, que en su senectud recuerda los hechos de principios de siglo, eran dos elementos que le permitían realizar un distanciamiento frente a la historia. Un alejamiento que evidencia la coherencia en su cine y donde, aquí también, la violencia física se encuentra fuera de campo. Veremos sus efectos (el canario crucificado, por ejemplo), presenciaremos una (durísima) agresiva violencia verbal, pero Haneke acostumbrará a elidir de la pantalla, jugando con el fuera de campo, la plasmación de la vehemencia física. Recordemos la secuencia en la que la cámara distante se mantiene inmóvil en la puerta de la entrada de la casa del pastor, y al fondo del pasillo, frente a nosotros, las puertas cerradas del comedor, donde el pastor atiza con la vara a sus dos hijos. Que el espectador imagine lo que sucede ante lo que no se ve, produce un efecto psicológico más penetrante que si se muestra, en el que entraría en juego, la repulsa ante las acciones que vemos. Pero la repulsa es una reacción emotiva. Y Haneke, ya lo hemos comentado, ataca a nuestro intelecto. Días después de ver el film, permanecían aposentadas en mi retina sus imágenes. Y no es una sensación agradable quedarse con esa hosquedad agria traspasando los resortes cognitivos.
Haneke nos comenta que en su largometraje quiere hablarnos de cómo una sociedad regida por valores absolutos, en su transmisión a las nuevas generaciones, provoca la deshumanización. Cómo se gesta un totalitarismo en una sociedad férreamente parcelada por una vertical jerarquía de poder (representada en el barón, el administrador y el pastor como bastiones que ostentan la autoridad económica, social y moral), que sólo genera hostilidad en las clases oprimidas (el campesino), o cómo la palabra de dios, el principio religioso como un ente extraño y aterrador, se convierte en un semillero de perversidad.
Quien no desee que se le desvele parte del desenlace, por favor, que no siga leyendo. El profesor, conductor de la historia, es incapaz de modificar la realidad. No puede aislarse en su mundo personal, frente al amor, que digamos le ciega, ante lo que sucede. Cuando reacciona, demasiado tarde, se siente obligado a tomar partido, pero es en ese momento, cuando su desconcierto choca con la ceguera autoimpuesta que la población se inflige ante los hechos que transcurren.
El esquivar los conflictos, como realiza el profesor cuando se marcha del pueblo, el ignorar el brote de violencia que se va gestando en la transmisión cultural, no es una solución válida ya que el largometraje fundado en un falso misterio (el público puede deducir fácilmente quienes son los responsables de las atrocidades), permite que reflexionemos, sobre cómo se propagó el totalitarismo en el pueblo alemán.
Ficha técnica:
La cinta blanca (Das weisse band), Austria-Alemania-Francia-Italia, 2009
Dirección: Michael Haneke
Producción: Stefan Arndt, Veit Heiduschka, Margaret Menegoz, Andrea Ochipinti
Guión: Michael Haneke
Fotografía: Christian Berger
Montaje: Monika Willi
Interpretación: Christian Friedel, Ernst Jacobi, Leonie Benesch, Ulrich Tukur, Ursina Lardi, Fion Mutert, Burghart Klaussner