En el breve período comprendido entre 1947 y 1953, el realizador argentino Carlos Schlieper desarrollaría una serie de títulos emblemáticos en lo que resultaría ser una auténtica edad de oro para la comedia cinematográfica argentina. Con claras influencias de los mejores representantes del género en Hollywood (Howard Hawks, Preston Sturges, Ernst Lubitsch), con un sólido grupo formado por grandes actores con enormes cualidades para la comedia (Mirtha Legrand, Osvaldo Miranda, Ángel Magaña) y a través de películas tales como El retrato, Esposa último modelo y Mi mujer se volvió loca, Schlieper alcanzaría niveles de una elegancia, velocidad y sofisticación que nunca volverían a ser igualados por el cine nacional de las décadas siguientes. De hecho, el cine argentino llegaría a enfrentar períodos verdaderamente sombríos en lo que respecta a la comedia, con exponentes impresentables, basados en fórmulas televisivas que no excederían sus limitaciones originales en la pantalla grande, la cual sólo serviría de ventana amplificadora de sus defectos más ostensibles e irritantes. Esta decadencia alcanzaría a ciertos exponentes del género aún hoy injustamente celebrados (se me ocurre pensar en el caso del dúo Olmedo-Porcel).
Dentro de la renovación que representó el cine independiente argentino desde mediados de los noventa, la comedia pareciera haber quedado excluida de los alcances obtenidos en ese terreno, como si el país se encontrara vedado de la posibilidad de elaborar humor inteligente y cinemático. En el transcurso de los últimos años han surgido apenas unos pocos exponentes valiosos dentro del género, el cual todavía pareciera no poder desprenderse de la carga grotesca y conventillera que se le impusiera desde la televisión local tras décadas y décadas de maltrato ininterrumpido. Se me ocurre pensar en el caso de Tiempo de valientes (2005), de Damián Szifrón, No sos vos, soy yo (2004), de Juan Taratuto, y alguna excepción de Sebastián Borenztein o Ana Katz (las películas de Daniel Burman no cuadran como comedias, aunque puedan incorporar algunas situaciones graciosas). La comedia sigue siendo una gran asignatura pendiente del cine argentino, tanto en su vertiente mainstream como en la escena independiente.
Juntos para siempre no viene a marcar ninguna ruptura con este débil panorama, y más allá de presentar cierta solidez en los rubros técnicos (algo que por suerte viene siendo muy común en el cine industrial argentino de los últimos años), su capacidad de elaborar situaciones graciosas es bastante acotada y por momentos muy desagradable. El protagonista es Gross, un guionista de cine (un insoportable Peto Menahem) que acaba de ser engañado y abandonado por su mujer, Lucía (Malena Solda, una presencia actoral cristalina que aporta oxígeno a la película), luego de que ella le echara en cara el sistemático abandono a la que la tuvo sometida en los últimos tiempos por su afición enfermiza a la escritura de guiones. Gross, tratando de restarle transcendencia a esta situación, emprende un fallido camino de autosuperación basado en algunas sesiones de terapia y la escritura de un guión con el que se encuentra obsesionado y cuyo contenido encuentra claras resonancias con los hechos que vivió recientemente. El director debutante Pablo Solarz (con trayectoria previa como guionista) introduce esta historia como una suerte de representación ficcional dentro de la película, en la que un hombre (Luis Luque, con sus acostumbradas sobreactuaciones desganadas) decide abandonar a cada uno de los integrantes de su familia en medio de la ruta, yendo tras la búsqueda de un viejo amor que dejó escapar años atrás, antes de entregarse a una vida mediocre y rutinaria. La previsible caída en desgracia de Gross se alimenta de sus continuos recuerdos hacia su ex novia, la elección forzada de una nueva pareja, Laura (Florencia Peña, en un papel penoso de chica linda y estúpida), la presión de una madre insoportable y drogona (Mirta Busnelli, también desaprovechada) y el fallido intento de Gross por recuperar a Lucía, a quien el realizador de la película no vacila en mostrar como una histérica en cuya caracterización desdibujada, y en adición a las presencias femeninas anteriormente mencionadas, termina por dar forma a una película bastante misógina, algo que la inscribe cómodamente entre los peores exponentes del género cómico característicos de la cinematografía argentina.
En función de lo visto uno puede suponer que la elección del guionista como protagonista excluyente de esta historia y su descripción como un ser casi ermitaño negado a los hechos de su realidad alcanzan para brindar una idea bastante concreta de la visión del cine y las limitaciones de quienes estuvieron detrás de Juntos para siempre. La película pareciera sugerir que el cine funciona únicamente a modo de evasión de la realidad y no como una fuerza de diálogo constante con el mundo que nos rodea. También da la impresión de que el desprecio por la figura femenina es sintomática de las malas comedias, las cuales siempre han funcionado mejor cuanto más reivindicativas resultaron ser de las libertades femeninas (el caso del mencionado Schlieper y la gran libertad sexual en su representación de las mujeres es contundente a este respecto). Por cierto, que una comedia se ofrezca a entregar imágenes desagradables requiere de una habilidad especial que no alcanza a la de los responsables de este film. Se necesita disponer del talento de un Arturo Ripstein o de un Fassbinder para poder filmar decentemente el abandono de un hijo al costado de una ruta en una noche de frío, en la que seguramente sea una de las imágenes más repulsivas de esta película que carecía de la necesidad de mostrar más defectos de los que venía acumulando estrepitosamente a lo largo de todo su metraje.
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