Dicen que después de la tormenta viene la calma. Tras el torbellino cinematográfico lleno de nervio y rabiosa visceralidad que supuso su debut, J'ai tué ma mère (2009), Xavier Dolan revalida sus deslumbrantes credenciales para forjar un poema audiovisual lánguido, deslizante y etéreo, pero no por ello desprovisto de un veneno subterráneo, sutil y delicado. Les amours imaginaires desprende una connotación irónica y sigilosa como sus formas suaves, reinadas por una cámara ralentizada como fuerza motriz, para hablarnos de las relaciones amorosas truncadas, las que se forjan en el imaginario interno de las personas a modo de fantasías románticas con las que alimentar la existencia, pero que acaban por no realizarse. Marie (Monia Chokri) y Francis (Xavier Dolan) se enamoran de un Apolo rubio que llega nuevo a la ciudad, Nicolas (Niels Schneider). Y para dar forma a la guerra fría entre Marie y Francis por ver quién de los dos consigue a su Adonis, Dolan prescinde de artefactos narrativos convencionales para filmar este sencillo triángulo amoroso, porque la película busca sobre todo la experiencia estética por encima de cualquier aspecto intelectual. Para hablar de amores en un plano mental el realizador desea provocar similares sensaciones que las que producen aquellos videoclips más elaborados, que casi sirven de banco de pruebas para experimentar nuevas vías expresivas. El contenido argumental es evaporado para dar vuelo a elucubraciones acentuadamente formalistas que se foguean con la sensualidad y el placer estético a partes iguales. El realizador se serena, dibuja con rotulador pero no recarga, porque se distancia de las texturas barrocas de su film predecesor. Esta fe supersticiosa en una persona como solución a nuestros inexorables deseos más arrebatadoramente románticos es un terreno resbaladizo, en cuanto si no se ajusta adecuadamente es fácil caer en lo cursi. El realizador consigue sortear el peligro porque se distancia lo suficiente como para encontrar un carácter eminentemente lúdico que le permite reírse a la vez que participa. Aunque a los machitos de casta se les va atragantar la digestión, fruto de sus complejos de masculinidad más que del propio film.
Les amours imaginaires se encuentra desprovista de una expansiva onda de resonancia de los impulsos angustiantes internos de los personajes. Este cambio de registro respecto a J'ai tué ma mère funda sus esfuerzos en lo que no está dicho, en lo mental tal como su título explicita. Quizás por esta falta de energía o por este cariz más introspectivo, la película no acaba resultando tan magnética y arrebatadora, ya que deja que todo dependa de la capacidad de sugerencia de la plasticidad del film. El débil y sencillo arco narrativo, que se delinea más que se escribe, además prescinde de suturas que permiten mantener la atención siempre a un mismo nivel. Esta explícita y voluntaria fragmentación se fundamenta en repeticiones y se forja mediante pequeñas secuencias no narrativas presididas por una melodía (la canción protagonista que dirige el conjunto es Bang bang, interpretada por la malograda diva Dalida, ya que suena en tres ocasiones), así como una serie de secuencias extradiegéticas que rompen el espacio fílmico, mediante diversas talking heads que hablan de sus frustradas experiencias amorosas. Unas entrevistas frontales que además corren el peligro de ganar interés por encima del triángulo protagonista, especialmente una fabulosa chica con gafas de pasta.
Que a Dolan le ha marcado el cine de Wong Kar Wai, y Deseando amar (In the mood for love, 2000) en particular, era algo que ya comprobábamos en J'ai tué ma mère. Aquí la sombra sigue siendo alargada, aunque Les amours imaginaires está un poco lejos de alcanzar la hondura emocional del cineasta hongkonés. Pero si está llamado a ser hijo adoptivo de la cinematografía francesa -dos premios de la juventud consecutivos en Cannes y una nominación al César a mejor película extranjera para Les amours imaginaires,- ésta última no deja lugar a dudas de que el realizador busca afanosamente inscribirse en el legado de la Nouvelle Vague. La propia Marie con su look vintage años sesenta nos da una clara pista (hasta escribe en una máquina de escribir antigua). Para parecer novedoso y fresco, Dolan se inspira en Truffaut para caracterizar a los personajes en su aspecto romántico (también se escriben cartas y postales como solían hacer los de gran cineasta francés). Y el esqueleto discontinuo, el tono irónico, la estilística, el tratamiento del color pop, las composiciones visuales filmando a los protagonistas de espaldas y movimientos de cámara son todos débitos del Godard de la primera época. Por ejemplo, aquellas secuencias de alcoba de Marie y Francis filmadas en un monocromo y saturado rojo, verde y azul nos traen enseguida a la memoria a Pierrot el loco (Pierrot le fou, 1965). Así pues, los espejismos de lo presuntamente nuevo y original no resta mérito a su aportación fílmica, pero es deseable que Dolan en el futuro, acaba de empezar, encuentre su voz a través de su propia expresión personal y no tanto restituyendo contribuciones de grandes maestros, que a la larga le pueden acarrear una carga, o se acabe malogrando su potencia como cineasta, la cual es indiscutible que la tiene.
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