Dos son los pilares sobre los que se ha venido sustentando el sutil rescate de un género en declive, la Nueva Comedia Americana: las historias de niños atrapados en cuerpos de adultos y la (auto)crítica a una ideología patriótica trasnochada. Engullidas por el género como inquebrantables reglas de oro, casi podrían contarse con los dedos de una mano los directores que se han atrevido a nadar a contracorriente; Greg Mottola en Supersalidos (Superbad, 2007) y Adventureland (2009) y Jason Reitman en Juno (2007) voltearon la premisa: viajes iniciáticos de jóvenes que descubren los pros y las contras de hacerse mayor, un testigo que fuera recogido, entre otros, por los hermanos Duplass (adaptado a sus inconfundibles mecanismos narrativos, por supuesto) en Cyrus (2010).
Sin embargo, Mottola ha terminado cediendo a la corriente masiva con Paul, proyecto personal del dúo cómico británico formado por Simon Pegg y Nick Frost. Habiendo roto su exclusividad fílmica con el director Edgar Wright (y viceversa) este par ha firmado un caprichito gamberro travieso y punzante cuando toca, aunque no lo suficiente como para caer en la chabacanería y dejar de ser apto para toda la familia. Además, se conoce que han caído bien en Hollywood, pues no suele gustar que vengan los de afuera (y menos, los ingleses) a tocar las narices, satirizando desde la insolencia escéptica sus fábulas de tradición paranormal como los episodios de Roswell y del Área 51. Y es que la simpatía que genera el fenómeno freak en su acepción más sana (el trekkie de turno) les ha dado licencia para bucear sin complejos en la vertiente más deplorable: la del frecuente habitante de la filmografía de los Coen, el redneck arraigado en la América más rancia, fundamentalista plagado de tabúes, confundidor del atroz acto criminal con la defensa personal.
Un entorno tan manoseado solo consigue en Paul que los gags salten desde una amalgama de lugares comunes que trata de pasar por seria y trascendental al intercalarse en una encrucijada de vidas frustradas: dos parias que sueñan con el reconocimiento a su trabajo en la Comic-Con de San Diego, una joven santurrona que debe sus pudores a un padre castrador e incluso un trío de agentes gubernamentales anulados por la corrupción en favor de unos intereses contradictorios (del rechazo puritano de la teoría de la evolución al aprovechamiento de las cualidades desarrolladas por una especie superior). Y en el centro de todos ellos, el extraterrestre Paul, cachondo y humanizado (suculento recurso que el omnipresente Seth Rogen, que le presta la voz, explota a las mil maravillas), un alienígena alienado -desde lo común de su propio nombre- en plena era digital. De hecho, la normalizada y coherente interacción de un diseño informático con los personajes de carne y hueso se comporta como un acertado catalizador de atención y regularidad en el relato.
Pero, las apariencias engañan o, al menos, tratan de engañar. El carácter festivo de Paul es en realidad un evidente síntoma de su vulnerabilidad -pues el pobre bicho no ha sido ni será más que una rata de laboratorio-, una metáfora del disfraz con el que cubren quienes manejan los hilos su culpa de las miserias del populacho. Se trata de otro perdedor con el que la cinta pretende acaparar un criterio maduro, huyendo de la ñoñería de la que pecaba ET, el extraterrestre (ET: The Extra-Terrestrial, Steven Spielberg, 1982), e incluso se atreve a lanzar una innecesaria pero jocosa puya contra la inspiración de uno de los grandes de la ciencia-ficción -entre otras cuantas referencias a los clásicos del género. Una de las pocas salidas de tono de un humor muy blanco pero desternillante (algo harto difícil de lograr), con la salvedad de los escasos chistes escatológicos y sexuales (con una especial y cansina obsesión por el tema gay), obligatorios según los cánones, que quizá no rebajen la frivolidad pero sí la inteligencia del trabajo del binomio Pegg/Frost -acostumbrado a las marañas creativo-referenciales que sacaba Wright de su chistera- haciéndose asequible al gran público.
La estructura de road movie persecutoria confiere al filme una intensidad aleatoria, con altibajos en la acción que se amparan en el preciso tempo cómico y en unos encantadores golpes de efecto que acarrean un cúmulo de sensaciones, a saber: desconfianza al ver al buenazo de Jason Bateman de malo -sabía que su emulación del agente Smith de Matrix tenía truco-, jaleo por la aparición estelar de la aniquiladora de alienígenas por excelencia, Sigourney Weaver, cuya edad puede que la haya tornado un pelín más conservadora (risas) y turbación por la cínica confirmación del mito de las ancianas que aseguran haber sido abducidas por un ovni. Ver para creer.
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