La humanidad siempre ha experimentado atracción por los espejos, por los reflejos de luz que van y vienen, en los cuales se puede observar la realidad propia con detenimiento, estableciendo una referencia entre el pensamiento y la imagen. Por ello se dice que los ojos son espejos del alma. Es curioso que el telescopio más poderoso del mundo, que está en Chile, haya recibido el nombre de ALMA (Atacama Large Millimeter/submillimeter Array). Un alma tecnológica que se deja ver por medio de este invento, capaz de ofrecer vistas del universo invisibles a los telescopios normales ópticos e infrarrojos.
Atom Egoyan, el afamado director de cine independiente armenio, es un artista que sabe representar las situaciones humanas. Se atreve a explorar las profundidades del alma de forma muy original y novedosa, jugando con los planos cercanos, con los espejos, con los reflejos, con las situaciones inesperadas. Como menciona en una entrevista, se siente atraído por la psicología, por la dinámica de las relaciones. En Chloe, a diferencia del la mayor parte de sus filmes, ha trabajado con un guión que no es suyo, atraído según cuenta por "algo poderoso en dos mujeres contando historias sexuales sobre el marido de una de ellas y cómo la fantasía sexual se convierte en una obsesión".
Nada mejor para expresar las profundidades del alma que los ojos. En ellos se dejan ver los más escondidos secretos y las verdades y se adivinan los engaños y las decepciones. Egoyan nos va llevando por la historia a paso lento, sustancioso, permitiendo que el espectador atento saboree cada instante en las miradas de dos mujeres: una de ojos grandes, enigmáticos, sugestivos, atrayentes, inocentes pero maliciosos; otra de ojos inteligentes, cansados, curiosos, llorosos, rojizos y tristes, humildes y poderosos a la vez. En ello cuenta con la decidida participación de dos actrices de ojos expresivos: Una es Amanda Seyfried como Chloe, una prostituta de inteligencia superior, que teje una red, a la vez amorosa e intrigante, atrapando en ella a los demás protagonistas de la historia, de forma inesperada. La otra es Julianne Moore, quien hace el papel de Catherine Stewart, una médica poderosa, dominante, quien contrata a Chloe para acercarse a los secretos de su esposo, sin saber que lo que va descubrir son inesperadas verdades sobre sí misma y sobre los seres humanos, siempre misteriosos, imposibles de dominar y manipular, aún para personas seguras y sagaces como ella.
En el triángulo que se forma, aparece ocasionalmente Liam Neeson, como el esposo de Catherine. Su papel es, a la vez, poderoso y humilde. Nunca se atraviesa en el protagonismo de las dos mujeres, pero es esencial, sobre todo por unos momentos de sinceridad en los cuales su mirada preocupada y limpia es reflejo de una verdad interior, ante la cual se diluyen todas las investigaciones, todas las sospechas, los delirios enfermizos y los celos.
En el trasfondo de la película hay un par de preguntas esenciales que finalmente están muy relacionadas. ¿Cómo se resuelven los problemas de pareja, cuando las relaciones que antes eran apasionadas y potentes?, ¿se van deslizando por una espiral de aburrimiento, de rutinas y de ocupaciones, cuando se apaga la ilusión? ¿Cuál es el secreto de la atracción y de la seducción?, ¿qué mantiene chispeante la mirada y abierta el alma a los ojos del amante? Una posible respuesta se adivina en el juego de situaciones que el guión va desarrollando, en el cual, el personaje que se hace las preguntas se vuelve observador inquieto y decide aprovechar cualquier circunstancia para no renunciar, para intentarlo de nuevo. Otra respuesta está en el contacto corporal, sea erótico, visual o incluso imaginado, pero cercano y aventurero, creativo, sorprendente. Sin embargo, la aproximación más claramente delineada en el filme es la de las comunicaciones. Conversaciones que se atreven, preguntas que se escuchen y que se respondan, miradas que se cruzan y se recrean mutuamente, instantes de intimidad que se puedan compartir. Todos necesitamos esos espacios, desde los atractivos profesores universitarios rodeados de estudiantes inquietos, hasta las trabajadoras sexuales exitosas que disfrutan o que sufren o las doctoras de alto vuelo que examinan pacientes uno tras otro.
Pero la realidad es compleja y hasta los más afortunados, que tienen pareja, hijos, amigos, trabajo, ven pasar los momentos de sus vidas en un desfile indiferente de cosas que pudieron, pero que no alcanzan a ser, sin que sean capaces de detener el reloj para vivirlo a plenitud. Llegan tarde, no les alcanza el tiempo, no pueden mantener un diálogo con sus hijos, están cargados de citas, los desencuentros se suceden en cadena. Egoyan propone un rompimiento de esquemas y sugiere ritmos diferentes, instantes contemplativos, acá y allá. Duplica los espacios y los tiempos con un recurso brillante: el uso de reflejos. Para ello trabaja tanto con elementos materiales (vidrieras, luces, espejos) como con elementos imaginativos. Acompaña las historias que Chloe cuenta en voz inocentemente erótica, con las imágenes que Catherine recrea en su mente alucinada. El desenlace mismo del filme se resuelve cuando los espacios y los vitrales no son capaces de reflejar las situaciones y se rompen hacia un vacío, a la vez existencial y físico, que quiebra el hechizo imaginativo.
¿Qué pasa con el espectador? Pienso que se entretiene, que se enrolla, que se ve atraído por la mezcla de erotismo, de sensualidad y de misterio, y que es capaz de trascender estos aspectos, para adentrarse, al menos un poco, divertidamente, en algún espejo, en alguna imagen, hacia las profundidades de su propia alma.
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