A nadie se le escapa que el propósito de una gran porción de las cinematografías periféricas, que aún siendo un tópico real, es la reivindicación. La reivindicación de un cine desconocido. La reivindicación de una cultura lejana. La reivindicación social. Pese a que puedan parecer sentidos contrapuestos, lo cierto es que a menudo son complementarios. El ánimo de denunciar una situación injusta no es sino producto directo del propio contexto en el que tiene lugar. A este respecto, la obra de Asghar Farhadi se ha convertido en una referencia internacional. No sería muy conveniente calificarle como "el Ken Loach iraní", puesto que la divergencia social de los entornos altera la génesis del compromiso -todo hay que decirlo, mucho más cómodo de adoptar bajo el contexto de las libertades de Occidente-; si bien es cierto que este apelativo de alcance común serviría para definir de un plumazo una rúbrica autoral de tendencia contestataria, no recogería su ingrediente básico, el que evidencia, a través de supuestos más que posibles, la obsolescencia de la tradición. Además, de que no es el primero, sino uno de los continuadores en una lucha que ya practicaban compatriotas como Jafat Panahi o Bahman Ghobadi a la suerte de las represalias (la conocida "purga" del Ministerio de Cultura iraní).
Las fábulas morales gozan de un mayor calado cuanto más fidedigno se antoje su discurso o cuanto más estimulen la razón. Así pues, no es de extrañar que Farhadi comparta esa técnica atmosférica tan asimilada por el cine europeo de introducir a sus personajes en una situación límite generada a partir de la imprevista acumulación de actos insignificantes por sí solos. Y es que, aunque son muchos los elementos individuales que contribuyen a hacer de Nader y Simin, una separación una gran película, su indiscutible aplomo psicológico procede esencialmente del soberbio guión. Quisiera hacer un inciso a modo de reflexión anecdótica, esperando que nadie se lleve las manos a la cabeza por lo que voy a decir, pero podría servir como prueba de que en el cine los opuestos terminan retroalimentándose: percibo un cierto paralelismo entre la cinta de Farhadi (aplicable, por otro lado, a muchos de los filmes de disposición similar a la señalada) y los rasgos más palpables de la comedia screwball, pues parecen haberse adaptado a la tragedia, tanto las características (clase media-alta, los personajes se mueven por impulsos, locura contagiosa, las mujeres llevan la voz cantante,..) como la estructura de enredo de este subgénero de la edad dorada de Hollywood. Temáticas diferentes, estructuras análogas como base de un medio que crece gracias al intertexto.
Por supuesto, no existe ni un mínimo resquicio para la amabilidad o la relajación en una trama que aúna sin tregua un extenso listado de temas controvertidos. Y aquí es donde entra en juego el genio provocador del cineasta iraní: con un estilo muy natural y austero en la narración y sin censuras idiosincrásicas, proyecta problemas universales; el localismo es solo un atenuante -y puede ser la explicación a que esta cinta sí, y otras no, haya llegado a nuestras salas- en el desarrollo de una historia concreta que omite revelaciones y aplica elipsis (e incluso alguna licencia poética que choca dentro de un tono tan cauteloso) a favor del suspense y se encomienda a la templanza de sus escasos, pero fecundos personajes.
El patrón semidocumental, desplegado mediante cámaras móviles que restan artificialidad al desarrollo de la acción, fuerza la implicación del público en un conflicto que absorbe con la exigencia de un esfuerzo de juicio. Este es el rasgo interactivo al que se han referido muchas de las críticas de Nader y Simin: pese a partir de un franco posicionamiento racional, siempre arrastra un lastre emocional, un golpe de efecto a la cultura occidental. El anónimo tribunal queda desacreditado, propenso a variar su fallo en apenas unas secuencias. Si todos mienten, pero al mismo tiempo tienen razón, ¿quién merece piedad?
Este realismo social, heredero del cinema verité, que hoy gusta de violentar sin explicitud pero invocando la ansiedad, sin acciones plausibles pero con reacciones abrumadoras, se bifurca en un maniqueísmo partidista que enfrenta el conservadurismo (limitado por la insostenibilidad de los credos) con la tolerancia, a través de un nuevo artefacto polémico. Las mujeres ostentan la norma, para funcionar como gobernantas de dos posturas que combatirán sus maridos como brazos ejecutores. En realidad, este enunciado funciona como axioma desde tiempos inmemoriales, pero duele que te lo digan a la cara (cundiendo el ejemplo de otra preciosa película iraní en la que las mujeres acaparan el poder de los hombres "en su propio terreno de juego": Offside -Jafar Panahi, 2005). Dos, también, son los temas candentes que convocan a las partes, el aborto y la dependencia (además de tímidas referencias a otros, como la violencia de género), pero, ojo, no perdamos de vista el título. La predicción fácil ya nos ha enjaulado en un apuro morboso de desagradable solución.
Es entonces cuando la mano de Farhadi se siente en la nuca en una "colleja didáctica": ¡esto iba sobre un divorcio! La escena final, abierta por la privación al espectador de un "sí" o un "no" por parte del verdadero juez, la víctima real del violento conflicto, la hija (tanto de la pareja protagonista en la ficción, como del director en la realidad), es la síntesis de las dos horas que Fahradi ha tardado en presentar las virtudes y los defectos de un matrimonio hundido, que se quiere pero no se entiende y que, piensen lo que piensen sus paisanos, se va a separar.
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