Hace un par de meses cuando revisaba las películas de Nicholas Ray para escribir su dossier, en una de las escenas de Relámpago sobre el agua, Wim Wenders decía: "En el taxi, camino del aeropuerto, me planteé una pregunta: ¿Desde qué temprana edad yo había deseado morir? O quizá no morir, sino experimentar la muerte. Experimentar la muerte sin morir...".
Yo experimenté la muerte a una edad muy temprana, recuerdo caminar entre los panteones de la mano de mi abuela los domingos grises. Recuerdo las fotos de las lápidas, en muchas aparecían rostros de niños rodeados por ángeles, y siento aún la hendidura provocada por el roce de la piedra de las tumbas en mis dedos. Recuerdo la presencia constante de mi abuelo muerto como un fantasma omnipresente. Siendo demasiado pequeña comprendí que la muerte no era cosa de viejos, y ese descubrimiento me convirtió en una vieja prematura de siete años que había experimentado la muerte sin morir muchas veces. Era y sigo siendo como el pájaro cantor, sorprendida de estar viva cada mañana.
En Restless el director juega con la muerte, se apodera de ella y de toda la parafernalia que la rodea, aquella que tanto criticaba Nate Fisher en el capítulo piloto de A dos metros bajo tierra (Alan Ball, 2001). Gus Van Sant se apodera también de toda la angustia y el dramatismo que sin duda hay detrás de toda pérdida para enseñarnos, recordarnos más bien, que la vida se vive. Después de Gerry (2002), Elephant (2003) y Last Days (2005), la llamada trilogía de la muerte, que se alargó también en Paranoid Park (2007), Gus Van Sant nos ofrece una película que se erige como un revulsivo que desprende optimismo y felicidad. Aquellos a los que nos gusta Gus Van Sant (los que perdonamos hasta el remake de Psicosis) probablemente nos acercamos con cierto temor a la película, porque el director ha basculado durante toda su carrera, entre las incursiones en el cine más comercial (donde siempre ha conservado su impronta) y el cine totalmente experimental. Pese a ello, creo que es justo decir que Gus Van Sant es el más autor de todos los directores estadounidenses de su generación, y el que más se ha liberado de la gracia formal para mirar al futuro del cine. Esta nueva película es el eje entre ese cine sometido a la industria y la experimentación.
Restless cuenta una pequeña historia de amor donde Enoch (Henry Hopper) se enamora de Annabel (Mia Wasikowska), una enferma terminal a la que le quedan pocos meses de vida. Él es un joven traumatizado por haber sobrevivido a la muerte de sus padres en un accidente. Permaneció en coma durante meses y eso le impidió acudir al funeral y poder despedirse de ellos. Este hecho le ha dejado anclado en un punto sensorial entre la vida y la muerte, tanto que el fantasma de Hiroshi Takahashi (Ryo Kase), un piloto japonés kamikaze muerto durante la Segunda Guerra Mundial, lo acompaña. Atormentado por el accidente de sus padres, Enoch acude a todos los funerales que puede, en uno conoce a la chica: pelo corto a lo Jean Seberg, ademanes andróginos, ropa de segunda mano, y su nombre Annabel parece anunciar su tragedia. La fragilidad que desprenden, sobre todo él, su estética decimonónica pero actual, convierte la película de Gus Van Sant en un alegato romántico totalmente atemporal. Enoch parece fascinado con la muerte, es como un personaje de Jean Lorrain, inserto en el decadentismo francés.Annabel, en cambio, es fuerte y está llena de vida, le encanta leer a Charles Darwin, y está totalmente alucinada con un pájaro cantor que cree morir cada vez que anochece, y que a la mañana cuando sale el sol, se sorprende de seguir viviendo, y entonces entona una bella canción.
Enoch y Annabel pasean juntos el tiempo que a ella le resta, sus cuerpos en la pantalla son siluetas estilizadas, como fantasmas perfilados con tiza. Toda esta sencillez, esta economía de la imagen culmina en una escena preciosa durante la noche de Halloween. En esta escena Enoch, vestido de kamikaze japonés, y Annabel, vestida de geisha, se persiguen por un bosque, haciendo hincapié en esa atmósfera etérea como de sueño que acompaña a toda la película. Una historia de cementerios y sobre la muerte, contada sin estridencias, sin excesos.La vida, parece decir Gus Van Sant, es asomarse al tiempo. Ambos protagonistas parecen aceptar las reglas del juego. Al ritmo de las canciones de los Beatles, de Nico y Sufjan Stevens, pasean su historia de amor, el vínculo que se establece entre ambos, es la posibilidad para Enoch de superar su trauma, la oportunidad para decir adiós y, por qué no, una manera sosegada de abandonar este mundo.
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