En tiempos de crisis económica se agradece un cine alegre y amistoso de buenas intenciones, como el que se pone en marcha en El concierto. Sabemos que este tipo de películas caen bien y suelen gustar porque, pese a las dificultades y conflictos con los que el guión trata de engañarnos todo sale según lo esperado y saldremos de la sala con una amplia sonrisa. Pese a este diseño blando de clarísimo pronóstico, la cinta de Radu Mihaileanu puede vanagloriarse de su disposición eficaz y de su saber hacer, transcritos en una bella factura visual y, sobre todo, sonora.
El director, judío de origen rumano, que ya demostrara una gran preocupación por la problemática concerniente a su etnia en la comedia El tren de la vida (Train de Vie, 1998) y en el drama Vete y vive (Va, vis et deviens, 2005), prolonga su obsesión en esta comedia de tema musical con una sólida base política. El intento por volver a reunir una vetusta orquesta para dar un concierto, no es más que la punta del iceberg de una película mucho más profunda de lo que parece.
Andreï Filipov, que hace treinta años fuera el excelso director de la orquesta del Bolchoï, hoy encuentra su labor relegada a la limpieza del teatro donde antaño ofrecía sus recitales. La rotunda alegoría de que todo tiempo pasado fue mejor predomina en la primera mitad de la cinta, reforzada por el estruendo de esos reductos de comunismo pretencioso y exaltado de expresión freak que necesita contratar figurantes para hacer bulto en sus manifestaciones. El discurso se colma cuando destapa su necesidad de proclamar que la sociedad rusa -y en particular la comunidad judía-, desde la posguerra hasta hoy, alberga una mínima esperanza de progreso en comparación con la de antes de la guerra, plasmado en una exageradísima relajación de costumbres por parte de esa banda de borrachos, vagos y maleantes en los que se han transformado los otrora respetables músicos.
Más adelante este divertimento de ínfulas reivindicativas, procura anexarse un buen pellizco de elementos casuales que configuran una dimensión, si bien dramática, de infame verosimilitud. De pronto, lo verdaderamente relevante es la recuperación de un maltrecho honor perdido y la rehabilitación de un lazo familiar que encierra un pasado oculto. Menos mal que consiguen satisfacer con creces esas pinceladas de comedia costumbrista que pergeña la peculiar orquesta en su traslado a París, por momentos dignas de la más chistosa de las road movies: desde el camino a pie hacia el aeropuerto por el arcén de la autovía, hasta la avalancha a la llegada al lujoso hotel parisino, pasando por la confección de los pasaportes a manos de esa impagable familia gitana, minutos antes de embarcar.
Es lo que tienen las películas corales -"pseudocorales", sería más correcto-; por muy heterogéneo, descabalado y disperso que se encuentre el grupo, siempre termina conectándose con una remota carambola que desafía la ley de Murphy, poniendo las cosas en su sitio en el último suspiro. En este caso, el elemento de unión serán esos móviles de contrabando (topicazo sobre "el arte" del negocio judío) que se postulan como el único símbolo de progreso en una sociedad que manifiesta una caducidad insólita y deliberada.
Los amantes de la música clásica, sobre todo los fervorosos de Chaikovsky y su Concierto de violín y orquesta en Re mayor Op. 35, asignatura pendiente de Filipov, disfrutarán de una redentora secuencia conclusiva que se debe exclusivamente a él. Mientras me dejo deleitar por cada acorde vuelve a rondar por mi cabeza esa idea original que ya terminó de exponer sus ahora confusos argumentos: sí, los judíos fueron masacrados en tiempos pero, la reivindicación de sus derechos en el presente -muy cansina cuando quiere-, tal y como está el patio, no la entiendo muy de recibo. Porque, más que a autocrítica, me huele a autodefensa esa parábola de los músicos como símbolo de un pueblo moribundo, que un buen día se levanta y utiliza el embauque como herramienta para obtener un poder que considera suficiente para legitimar sus desproporcionadas acciones. Me cuesta creer que fuera la precisa identificación que Mihaileanu buscaba con su trabajo; llámenme paranoico o malpensado, pero por más que lo intento no le encuentro otro sentido...
Ficha técnica:
El concierto (Le concert), Francia, 2009
Dirección: Radu Mihaileanu
Producción: Alain Attal
Guión: Radu Mihaileanu con la colaboración de Matthew Robbins y Alain-Michael Blanc; basado en un argumento de Héctor Cabello Reyes y Thierry Degrandi
Fotografía: Laurent Dailland
Montaje: Ludovic Troch
Música: Armand Amar
Interpretación: Aleksei Guskov, Mélanie Laurent, Dimitry Nazarov, Valeri Barinov, François Berléand, Miou-Miou