Sam Peckinpah es un director fundamental para analizar la violencia en el cine norteamericano. Y Grupo salvaje es probablemente su obra maestra y la síntesis de su reflexión sobre el hombre y la construcción de su identidad como un ser fundamentalmente agresivo y hostil con el prójimo. En todo caso, una concepción más próxima a Hobbes que a Rousseau.
1969 no era un año para ser especialmente optimista viviendo en Norteamérica. La guerra de Vietnam en su virulenta sangría, los crímenes perpetrados el año anterior a Martin Luther King o a Robert F. Kennedy, pocos años después del magnicidio que sufrieron en la misma década, no inducían a albergar ilusiones por el futuro. En todo caso, certificaba que la sociedad y el hombre, por mucho idealismo de la revolución contracultural de los hippies, no lucía un estado de pacificación.
Sam Peckinpah desgrana su ira y teje una ficción rabiosamente preñada de violencia. Una violencia porosa, sucia, profundamente cínica y descarnada. Para ello, frente a la aparente fosilización a la que habían llegado géneros como el musical y el western, Peckinpah se aferra a él en sus alientos agónicos, mientras el castillo de los grandes estudios se derrumbaba. Y lejos de entonar un réquiem o de establecer un punto final a un género que parecía evocar tiempos mejores de un pasado cinematográfico, mete las manos en el lodazal y se quita los guantes para realizar una comparecencia en la que no da sentencia de muerte al western sino que se agarra a él como el personaje de Pris (Daryl Hannah) en Blade Runner (Ridley Scott, 1982), cuando muere a manos de Deckard, donde emitía aquellos gritos desgarradores y aquellas convulsiones agitadas mientras era abatida en el suelo. Agarrarse a la vida con fiereza. Como ella, Peckinpah se agarra con bestialidad a un género que presenta carta de defunción y en su último aliento, hincha el pecho, respira fuerte y el odio explota con toda su agresividad. Es por ello, que si bien durante toda la película Peckinpah niega constantemente la épica característica del western clásico, ésta llega finalmente en un final elegíaco, que como no puede ser de otra manera, está basado en una cruenta carnicería de la que no sale vivo (casi) nadie. Se acabaron los finales felices.
De ahí que la plástica del film parezca descuidada, con un montaje y unos barridos que afean la imagen, amén de unos zooms que evidencian una visión "sucia", inmediata, vivaz y la música ya no adorna las escenas feroces. No hay tiempo para la contemplación pasiva de la belleza. Aunque eso no sea óbice para extraer un lirismo del polvo y de la mugre, remitiendo a la época fundacional de la nación. Un estado de depredadores, donde la ruindad reina en un panorama anímico putrefacto corrompido y anegado por una desoladora pobreza que inunda el paisaje.
Quizás por ello suele referenciarse este film como uno de los grandes westerns crepusculares de la historia del cine. Como en Sin perdón (Unforgiven, Clint Eastwood, 1992), éste sí, un exquisito cadáver muy cuidado formalmente, nuestro grupo salvaje son unos pistoleros viejos, cansados y agriados. Unos personajes que están llegando al ocaso de sus vidas. Un último golpe y quién sabe si con él, por fin podrán retirarse. Se acabó la época de grandes gestas, los tiempos del héroe y de un maniqueísmo reduccionista e irreal.
En el fin de los idealismos, no es casual que estemos ante un largometraje fronterizo, que ubica su acción entre Estados Unidos y México. Y sin olvidarnos del hecho de que es una realización que actúa como un largometraje bisagra entre el viejo y el nuevo Hollywood. Estamos ante un género clásico, pero anulado el código Hays en 1967, la violencia se hace sumamente expresiva. Explota en el celuloide, asistiendo a una reespectacularización del hecho vehemente, lejos de un estilismo de un Sergio Leone que todavía guarda en su seno al héroe americano con su carga henchida. En Grupo salvaje se advierten signos formales de un cine posmoderno, en su caracterización de sus personajes y en sus aspectos estéticos que rompen las concepciones clásicas de la puesta en escena. Pero Peckinpah en una oleada de nostalgia por el género, se revuelve como una anguila ante un marco, que si por él fuese, todavía no debe morir.
No es extraño que directores posteriores realizasen ejercicios de nostalgia similares, recodificando las constantes en una actualización adaptada a los nuevos tiempos. Son claros ejemplos: El Padrino (The Godfather, 1972) de Francis Ford Coppola o Chinatown (Roman Polanski, 1974).
Y es que aunque la violencia inunde el entramado narrativo, viene a definirse fuertemente politizada. Le sirve a Peckinpah para establecernos su discurso que no se basa en un ámbito individual o social. No, lo que nos indica es que la colectividad humana está instalada en un ciclo de constreñida violencia que inunda todos los ámbitos. Hablamos pues de un carácter estructural, que está entre nosotros, dando forma a la subjetividad en todo su ciclo evolutivo. Y responsabilizándose por tanto del ordenamiento de la vida social. Por ello, la película se abre con la escena de los niños que se divierten arrojando unos escorpiones a una marabunta de hormigas. El odio y la crueldad ya hacen acto de aparición desde la infancia. Y como al inicio del film, también en la matanza final, veremos de forma fugaz a un niño disparando.
Las autoridades que aparecen fuera de los protagonistas, son igual de amorales, ambiciosos y corruptos que nuestros antihéroes que sólo saben actuar con agresividad porque el tiempo no les ha dado lugar para otra opción. Los personajes se muestran ambiguos y solo se mueven por la codicia y por un individualismo extremo, signo del capitalismo más feroz. De todos ellos, el autor parece mostrar debilidad por el personaje de Ángel. Es el único que se aferra a unos ideales, en este caso, revolucionarios, de oposición a un régimen autárquico. Aunque eso no le resulte incompatible con su avidez por el oro o en mostrárnoslo como un hombre misógino en su arrebato de celos cuando mata a Teresa por flirtear con el general. Al fin y al cabo, ella con sus armas (el sexo) hace lo mismo que él con su pistola.
Si en México la autoridad a la que combaten nuestros renegados personajes apátridas viene simbolizada por el general Mapache, es curioso que en los Estados Unidos, la autoridad no sea el gobierno norteamericano. Ya que viene determinada por la empresa del ferrocarril, símbolo del poder económico del sistema capitalista. Asimismo, a través de su película, también muestra su afecto por los mexicanos del pueblo que luchan contra el despotismo del general Mapache, muy en sintonía por los alzamientos revolucionarios que se dieron en Sudamérica en la década de los 60.
¿Violencia? Sí, pero con una base ideológica que hace del film uno de los mejores westerns que he podido ver. Sea lo que sea en lo que me fije, todo está llamado a triunfar. De obligado visionado para entender unos años que se nos han atestiguado como la última época dorada de Hollywood (1967-1977).
Ficha técnica:
Grupo salvaje (The wild buch), EUA, 1969
Dirección: Sam Peckinpah
Producción: Phil Feldman
Guión: Walon Green, Sam Peckinpah
Fotografía: Lucien Ballard
Música: Jerry Fielding
Montaje: Lou Lombardo
Interpretación: William Holden, Ernest Borgnine, Robert Ryan, Edmond O'Brien