El mecanismo sigue intacto. Sus casi cuarenta años no han conseguido oxidarlo. Sigue emanando un zumo de sabor ambiguamente amargo, como la condición humana. Su atemporalidad convierte a La naranja mecánica (A clockwork orange) en un legado generacional. Cuando se cumplen diez años de la muerte de Kubrick, la película vuelve a las salas españolas, coincidiendo con el reciente homenaje que el Festival de Sitges ha brindado a su actor protagonista, Malcolm McDowell.
La naranja mecánica (Stanley Kubrick, 1971) toma como punto de partida la novela, del mismo nombre, que Anthony Burgess consigue publicar en 1962. La adaptación cinematográfica sorprende por su fidelidad extrema a un texto no exento de polémica. Pese a todo, el mensaje cinematográfico y la "moraleja" literaria difieren diametralmente. En una edición reciente (Barcelona, Ediciones Minotauro, 2008), prologada por el autor, Burgess señala la lectura inadecuada que finalmente ha pervivido en el imaginario colectivo. La novela se estructuraba en veintiún capítulos, y así vio la luz en Europa. La edición norteamericana prescindía del último capítulo, donde se manifestaba un giro radical en la conducta de Alex, una llamada a la integración social y al rechazo a la violencia. Años después, el proyecto encabezado por Kubrick adapta el texto publicado en los EE.UU., omitiendo el happy-end que originariamente concibió Burgess. En cualquier caso, la obra cinematográfica es un claro exponente distópico, como lo es 1984 (Orwell), inmune a la esperanza. La novela transita con exceso de velocidad hacia la utopía.
En La naranja mecánica se reabre un debate sobre la condición humana que Rousseau, uno de los máximos exponentes de la Ilustración, sintetizó al decir que el hombre es bueno por naturaleza y la sociedad es quien lo corrompe. En cualquier caso, film y novela coinciden en retratar la condición humana como una libertad ética de elección. "Cuando un hombre no puede elegir, deja de ser hombre"1. Las nuevas técnicas de condicionamiento conductual que se aplican al protagonista no hacen sino incidir en la paradoja: deshumanizan al hombre para hacerlo sociable. Por enésima vez (cuestión común en la literatura distópica), el individuo se diluye y confunde en la masa, como los siniestros uniformados que abandonan la fábrica en Metrópolis (Fritz Lang, 1927).
Redundando en la paradoja, Burgess y Kubrick dibujan un panorama confuso en el que acabamos por desconocer quién es la víctima y quién el verdugo, alternando las etiquetas para hacer ver su inutilidad. La narración cíclica proyecta la venganza del tiempo, el equilibrio de la ley del "ojo por ojo": la cárcel y la clínica constituyen el eje vertebrador, fijando un punto de inflexión, un antes y un después. Alex, al retomar su camino, se reencuentra con el vagabundo y con sus antiguos drugos, ahora convertidos en agentes del orden (qué ironía). Malherido llega al hogar del escritor, minusválido por los golpes que el propio Alex le propinó años atrás. A fin de cuentas, el pasado que regresa y proyecta sus sombras, recurso habitual en el llamado cine negro. Sorprende cómo el mismo Kubrick planifica minuciosamente la escena de la segunda llegada al hogar: los mismos encuadres, los mismos ángulos, la misma composición...
Con La naranja mecánica, Kubrick insiste en un tema que a base de repetirlo se convierte casi en leitmotiv de su filmografía: la crítica a la autoridad como fuerza represiva. ¡Con qué facilidad destapa la hipocresía y la hace caricatura! En esta película, la policía usa métodos tan execrables como la barbarie injustificada del criminal. Pero, sobre todo, roza la náusea la manera en que Alex es utilizado (en el sentido literal del término) por los agentes políticos para lograr una imagen específica. En pocas palabras, la autoridad en crisis. Lo vemos en La chaqueta metálica (Full metal jacket, 1987) y, especialmente, en Senderos de gloria (Paths of Glory, 1957) y ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú (Dr. Strangelove or How I learned to stop worrying and love the bomb, 1964), tal vez la mejor parodia en tiempos de Guerra Fría. De forma algo más tangencial, en Lolita (1962) la autoridad intelectual sucumbe patéticamente ante el deseo pedófilo, el ethos derrotado por el pathos.
El juego bipolar de La naranja mecánica encuentra en el binomio ética-estética otra vía de interpretación. La frialdad ética de Alex tropieza con su ferviente pasión estética: la música. Esa música que convierte a todo film de Stanley Kubrick (pensemos en 2001: una odisea del espacio, 1968) en un universo integrador peculiar; la misma música que, a través de Singin´ in the rain, castiga al paraíso de los años dorados con el infierno eterno.
1 Burgess, Anthony. La naranja mecánica. Barcelona, Ediciones Minotauro, 2008, pp. 86-87.